Las cartas han venido marcadas y sabemos que Pablo ya solo nos espera en La otra ciudad. Aquella en la que seguiremos viviendo siempre
«Se fue releyendo a Borges», dice el mensaje de Angela, su mujer. El muchacho inconformista con fama de bueno. Miro a un lado y está la mesa de azulejos que compré con Pablo en Tánger y que él se ofreció a cargar hasta el barco, entre risas. Miro atrás y a la altura de mi costado están sus libros, miro a todas partes y en todas partes está Pablo, miro a los ojos, más verdes hoy, de Jose Garriga y está la sombra de Pablo, y la tristeza en la que flotamos al sol. Hacia adelante y hacia atrás, en mis oídos está la voz de Pablo y me sobrecoge pensar que pueda olvidarme de su voz primera, la voz del muchacho que vi por primera vez en aquel comedor social, entre gente derrumbada.
Conocí a Pablo en un comedor social en el Llano de la Trinidad. Primeros años noventa. Éramos voluntarios, servíamos mesas a los náufragos, recogíamos los platos sucios, fregábamos el suelo y luego nos íbamos a Los 21. Me hablaba de literatura como un devoto, como un desesperado, emitiendo emoción, igual que un trozo de metal radioactivo emite energía. Pasamos una nochevieja juntos, persiguiendo fantasmas. Le perdí la pista durante una temporada, me dijo que se había ido, cogiendo autobuses, desde Málaga a China. Idealista, se declaró en rebeldía frente al Ejército. Así apareció por primera vez en las páginas de este periódico. Un rebelde. Un objetor de conciencia al que le gustaba boxear. Las contradicciones son nuestro sustento.
La muerte lo convierte todo en un doloroso flashback. Técnica faulkneriana, vargallosista. También ahora Pablo está entre esos libros, en las pasiones y en los amigos compartidos, los que hoy desde todos los rincones del país envían mensajes desorientados, tanta tristeza, tanto Pablo, tantos Pablos. Tantas noches. La media gira del Nadal que hicimos juntos. Los gitanos de Barcelona. La primera presentación de su primer libro en Madrid. Tanta risa, tantos sueños rotos ahora por la mitad, los huesos rotos de los niños huérfanos, la vida rota de Angela, los libros que no se escribirán, la idea mala que nos susurra que ya no más, que nunca vamos a volver a ver a Pablo. Ese vértigo, esa confusión que trae la muerte, ese yugo que a la fuerza une lo querido con la muerte, y que ahora lleva el nombre de Pablo. Este vacío que nos queda y todavía esta incredulidad, el deseo de que todo sea un mal sueño y él, y todos con él, tengamos otra oportunidad, otro momento para el encuentro y el abrazo y la voz y la broma emitida con tanta seriedad. Pero no. Las cartas han venido marcadas y sabemos que Pablo ya solo nos espera en La otra ciudad. Aquella en la que seguiremos viviendo siempre.
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