O, quizás, el mal olor que se acumula en Málaga cada verano ha decidido plantarse en este rincón cual perenne habitante, para qué vamos a molestarnos en hacer las maletas si ya mismo estamos aquí otra vez. Cierto, maldita sea: el mismo perfume campa ya a estas alturas en los autobuses, en la cola del supermercado, en el banco, en el parque, en la cafetería, en las mismas terrazas en las que los guirisdesacomplejados se meten sus lingotazos entre pecho y espalda sin camiseta y con los pies descalzos acomodados en otra silla. Pero el festival, ay, no ha hecho más que empezar: agosto se frota las manos y se dispone a hacer de las suyas, y ya sabemos lo que es eso. Hay que amar mucho a esta ciudad para quedarse aquí. O, simplemente, no tener otro lugar a donde ir.
Mientras el terrorismo instala en Europa la política del miedo, Donald Trump se dispone a ganar con holgura las próximas elecciones en EEUU (¿Hay alguien que espere lo contrario?) con el consiguiente sufrimiento de tanta gente, España se hunde felizmente en su desgobierno a costa de la caja de las pensiones y el Papa nos confirma a todos que estamos en guerra (por si no lo sabíamos), toda una ciudad, la mía, se dispone a adoptar su peor perfil posible, a renegar de sus mejores valores y sus mayores encantos sólo por tener contento a un turismo de calidad chusca, a arder en las peores servidumbres del modelo que el merkelcapitalismo ha inventado para dejarnos respirar y a conformarse con ser un patio trasero sólo por hacer caja. A cambio, eso sí, podremos alegrarnos con la presentación del abanderado de la Feria. Dirán que exagero, y quizá es verdad. Pero quién sabe si nos quedan tragos peores que Donald Trump.
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