Según la Organización Mundial del Turismo las cifras mundiales no paran de crecer. En 2016 han viajado 46 millones más que el año anterior: nada menos que 1.235 millones de criaturas turísticas. Esto supone el séptimo año consecutivo de subidas y un nuevo récord histórico. Las cifras de crecimiento afectan a países de todos los continentes, con la excepción de Oriente Medio por causas que pueden imaginar, pero Europa es la líder: en 2016 recibió 620 millones de turistas, el 50% de la cuota mundial. España ha batido su propio récord al aumentar en 7,2 millones el número de visitas del año anterior y superar por primera vez los 75 millones de turistas. Traducido a euros esto significa 77.000 millones de euros. Y en 2017 seguirán aumentando estas cifras mareantes, tan positivas y necesarias económicamente como negativas patrimonial y medioambientalmente.
Porque es evidente que frente a estos números de turistas y estas cifras de ingresos las ciudades están inevitable y necesariamente indefensas. Inevitablemente porque si en entornos naturales o monumentos concretos es posible tomar medidas que garanticen su preservación, en lo que a las ciudades se refiere es imposible hacerlo. El destino de las ciudades más visitadas de Europa es convertirse en parques temáticos saturados por millones de turistas, con el comercio volcado hacia ellos en detrimento del tradicional o de proximidad, hoteles, apartamentos turísticos (legales o no), restaurantes, bares y tiendas de recuerdos alterando las fisonomías urbanas; y hasta los espacios sagrados convertidos en museos de pago (ni lo del asilo en sagrado, que desde la Grecia y la Roma paganas hasta el cristianismo hizo inviolables los templos, se resiste al euro).
Si la indefensión de las ciudades frente al turismo masivo es inevitable, también es necesaria a causa de los millonarios ingresos que procura y los puestos de trabajo que crea. Los antiguos -progresistas y reaccionarios por igual- ya lo vislumbraban hace más de un siglo. En 1890 George Gissing se quejaba de que el turismo acabaría por convertir Venecia en Margate (destino entonces del creciente veraneo popular victoriano) y se exasperaba al ver "esa masa de visitantes extranjeros en Roma". En 1911 H. G. Wells imaginó Capri convertida en un gigantesco hotel, rodeada por hoteles flotantes y con máquinas voladoras llevando millones de turistas. ¿Elitistas o lúcidos? En cualquier caso, acertaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario