Escribo estas líneas en el Parador de Sigüenza, un precioso castillo del siglo XII repleto de salones medievales y que, como los otros 94, nos pertenece a todos los españoles. Siempre que me alojo en uno de estos me pregunto por qué voy a otras cadenas cuando tengo que viajar, existiendo estas maravillas atiborradas de Historia repartidas por todo el territorio nacional. Mientras tecleo, unos dedos pequeños, de uñas delicadas, golpean en el cristal de la ventana. Me asomo y compruebo que la ventana sigue a doce metros del suelo, y que los dedos que creo escuchar son, como corresponde en un castillo del siglo XII, a un fantasma.
Pregunto en recepción y con mucho gusto me guían, entre un laberinto de paredes con 900 años de antigüedad, hasta una celda donde estuvo presa la desventurada y joven reina doña Blanca de Borbón, sobrina del rey Carlos V de Francia y nieta del rey San Luis. La pobre se casó con Pedro I en Valladolid en 1353, pero en cuanto cortó el pastel de bodas y terminaron de bailar Paquito Chocolatero (o su versión de la época, a la lira y con juglar borgoñés de por medio, como manda la tradición), el marido puso pies en polvorosa, para poner otras partes del cuerpo en el interior de su amante, María de Padilla. En la Corte se formó un gran escándalo, y la propia madre de Pedro I, su tía la reina viuda de Aragón y un montón de nobles, obispos, un Cardenal enviado del papa Inocencio VI y, probablemente, Albert Rivera (que no se pierde una coalición) se conjuraron en Tordesillas y levantaron un ejército con el objetivo de que Pedro I se desintrodujera de María Padilla y se reintrodujera en la bella y desafortunada doña Blanca, rubia por más señas. El rey, al ver a todos aquellos rostros conocidos -y a los mercenarios que llevaban detrás- meneando las picas en su puerta, se levantó del lecho del fornicio y juró y perjuró ante Dios y ante los hombres la misma fidelidad y amor eterno que había jurado ante Dios y ante los hombres en la iglesia, el día de la boda. Hubo gran regocijo ante la promesa de un hombre que tantas muestras había dado de ser fiel a su palabra. Como cabría esperar, el rey, en cuanto se vio libre de huestes, se dedicó a prender y a acuchillar uno a uno a todos los que le habían desafiado, montándose una que ni George R. R. Martin te la cuenta en siete novelas. Para evitar que le volviesen a encamar con la joven y desventurada doña Blanca, la mandó encarcelar en una celda de este castillo de Sigüenza, para finalmente resolver el problema ordenando a un sirviente que la asesinara de un ballestazo. La historia es relevante porque parece que esto de las promesas de los que mandan -o, más concretamente, su incumplimiento- no es nuevo. Y no necesita usted venir a un castillo medieval para escuchar unos dedos fantasmales golpeando, incansables, en el cristal de su ventana.
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