Este detalle me vino a la mente de inmediato al saber de que -¡en el mismo y remoto Fargo!- ha sucedido hace unos días algo más brutal que los asesinatos y descuartizamientos de la película: una chica encinta de más de ocho meses ha sido asesinada por su vecina y su marido, no se sabe si antes, durante o después de que la abrieran para robarle al bebé. Encontraron a la madre que nunca fue atada a un árbol junto a un río, destripada y envuelta en plásticos. El niño, vivo, estaba en casa de los vecinos del piso de arriba. Superen esto en un relato o una película sin convertirlo en repulsivo o delirante.
Dicen que los países donde la luz solar escasea arrojan mayores índices de suicidio; a otros les encanta correlacionar el quitarse la vida con la falta de Dios, aunque la desesperanza o las carencias bioquímicas deben de contar lo suyo. No sabemos si la condición nórdica de la localidad de Fargo, de ciento y pico mil habitantes, condiciona en algo que sucedan cosas tan atroces; más bien es de creer que el escenario idílico en lo helado y sereno resalta la barbarie, como el rojo intenso sobre el blanco, la vida absorbida por la muerte. La perplejidad y el asombro ante ciertos hechos de las personas nos mueve a hacer hipótesis sobre el espanto. Tantas horas encerrados en casa, dos personas tan en apariencia normales, probos vecinos, o al menos no problemáticos. Quizá acabaron juntos al descubrir que eran dos medias naranjas de una misma locura.
Que el animal con mayor potencial de destruir de forma antinatural y de hacer el mal más perverso o gratuito es el humano es algo indudable. Si la algo hipnótica y magistral película de los Coen puso a Fargo en el mapa, al parecer para su bien económico, este hecho la tiñe de tinieblas. Las de la semilla del diablo, tan humana. Capaz de hacer florecer lo más tenebroso.
J. Ignacio Rufino
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