Lo bueno no era sólo el viaje, sino también esos días que transcurrían entre que llevabas los carretes a la tienda de fotos para el revelado y te daban las copias.
Tú ponías los rollos sobre la mesa con cuidado, como el que deja unos explosivos. El tipo te preguntaba que si en mate o en brillo, con marco o sin él, en un tamaño o en otro, y te emplazaba para dentro de dos días. Los dos días más largos de tu vida. Porque tú ya no hacías más que preguntarte si habrías capturado el salto del delfín, si se vería bien la puesta de sol desde el Gálata y si la última foto que hiciste, esa del puerto, habría salido o no. Un mundo así te daba sorpresas. Eso era lo bueno. Y también lo malo: un amigo fue a recoger sus fotos del fin de curso en Mallorca y al abrir el sobre lo que allí salía era una excursión de jubilados en el Monasterio de Piedra. Pero eran bonitas.
El sobre de las fotos no se abría hasta que no estuviese el otro delante, ese era el pacto. Y había que ir viéndolas despacio, sin adelantarse, hombro con hombro, «las voy pasando yo, eh». A lo peor la primera estaba desenfocada y en la segunda aparecíais los dos con la cabeza cortada, vaya. Pero allí estaban la tercera foto y una cuarta y una quinta y así hasta el final, en medio de suspiros y exclamaciones, y no había 36 fotos porque el de la tienda siempre te racaneaba dos o tres, pero tú estabas igual de contento y a cada poco decías algo: «¿Recuerdas que luego comenzó a diluviar».
Cuando terminabas las volvías a ver. La foto que no había salido siempre era la mejor. Os jurabais regresar. En casa ponías una leyenda en el lomo del álbum como el que nombra al hijo. Al principio las veíais. Hace un montón que ya no. Pero son las únicas fotos que sabes dónde están. Y si te da miedo volver a verlas no sólo es porque haya pasado mucho tiempo, sino porque ese sí que eras tú y no ahora, mírate ahí, posando.
La vida era así como salía. Un Cinexin sin segundas tomas. Tus felices michelines sin miedo escénico. La alegría sin retoques. Quizás salíamos un poco más feos en las fotos, pero éramos más de verdad.
Disparar a la primera, no hacer retoques, recuperar la mirada de un niño pequeño para mirar a lo grande, quedarse con lo que hay: que a lo mejor eres tú desenfocado, sí, movido, sí, con demasiada luz, sí, un poco fuera de cuadro, sí, con los ojos cerrados, sí, pero tú al fin y al cabo.
Pedro Simón
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