Para lo que importa a este asunto, casi habría dado igual que Ana Luna fuese mecanógrafa, piloto espacial, mayorista de grifería cromada o, como es el caso, profesional de la comunicación, aunque esto último siempre ayuda. Se trataba de tener la mirada afilada y el corazón sintonizado con el nublado del día para reparar en ese trazo a vuelapluma –huy, qué cursi– que presentan las pequeñas cosas de la vida; esas que pasan generalmente inadvertidas y que a veces, de puro insignificantes y a fuerza de ser observadas con ahínco, acaban produciendo curiosos hallazgos o desencadenando fenomenales estropicios. Basta que uno quiera para que algo le cambie la vida, pero bueno, ese ya sería otro tema y el día aprieta. Así que era el 2 de marzo y Ana, a la que ese día le había entrado a traición un frente frío por lo alto de la Península y andaba la pobre con chubascos intermitentes de esos que lo dejan a uno a la intemperie, salía del súper con las bolsas y se tropezó con un paraguas perdido, allí abajo –«tirado y solo», acabaría describiéndolo en posteriores interrogatorios–. «Pensé: pobre, este está hoy peor que yo. Tomé una foto que quedó hasta bonita y me olvidé. Afortunadamente tenía una comida con amigos y el día se fue animando. Al rato volví a pensar en el pobre paraguas que había quedado para el arrastre y colgué la foto en Facebook».
Colgar cosas en Facebook, aparte de un deporte de riesgo, es siempre una enorme pregunta que se deja ahí, igual que un paraguas abandonado bajo la lluvia a mares, a ver qué pasa: si alguien se fija, si lo pisan, si lo ignoran, si lo recogen y lo reparan, si hace amigos. Pero Ana Luna ya se había quedado con la inquietud propia de quien atiende a algo así más tiempo del debido, tanto que a la mañana siguiente –como ya iba predispuesta– fue y se encontró otro en similares condiciones. El asesino de paraguas seguía en la ciudad aguardando en sabe Dios qué esquina, y las luces de neón –o lo que quiera que se encienda en Sevilla cuando el ambiente se pone policiaco perdido– se reflejaban en los charcos con ese tembleque premonitorio de que la situación estaba lejos de haber acabado. Observó –nota importante para sus pesquisas–, que en esta ocasión el paraguas estaba entero salvo por la ausencia de mango, y se imaginó que en ese preciso momento había alguien por la ciudad caminando indiferente bajo el aguacero, en una ficción de confortabilidad absolutamente desmotivada, con un mango de paraguas en la mano. Algo parecido a aquel paisano que iba por la calle Sierpes con los brazos como un mono que se estuviera rascando las caderas, cuando lo cierto es que al pobre le habían robado las sandías y no se había dado ni cuenta.
Llegados a esta situación, son pocas las opciones que se le ponen por delante a una piloto espacial, una mecanógrafa, una mayorista de grifería cromada o, ya puestos, una profesional de la comunicación. Sobre todo, porque el colgamiento de las fotos de las víctimas en las redes sociales provocó el interés de otros convecinos sacudidos por la misma inquietud. «Pasaron los días y mi amigo Salvador Gutiérrez Solís me hizo un regalo por Twitter»: era la foto de una tercera víctima. Y venía con una enigmática frase: «Para tu club de paraguas. En realidad, el club aún no tenía nombre, lo inventó él: el Club de los Paraguas Perdidos». Ana Luna, que cuenta entre sus amistades con las siempre sospechosas gentes de las letras, comprendió que usted también puede ser un asesino. Pero igualmente, de algún modo, un socorredor de damnificados. Y así fue como entre ella y los suyos decidieron organizar un concurso literario lo suficientemente simpático, descabellado, sencillo y grotesco como para que cualquiera pudiese matar impunemente a un paraguas, pero con la condición de redimirlo luego, de resucitarlo a través de la palabra. Quiérese decir con toda esta monserga: que se trataba (y se trata) de escribir una historia de paraguas. De paraguas que asesinan, que mueren, que de repente se abren violentos y le saltan a alguien un ojo –ese clásico temor de las madres–, que huyen, que se besan, que se engañan, que lloran en la oscuridad de una calle empapada de noche, que se asoman estoicos desde su paragüero a ver pasar la vida ajena, que imaginan cosas, que se quedan en el mango o que tienen un gemelo en algún lugar de la Tierra y su misión es encontrarlo, que... lo que sea.
En algún momento de toda esta cadena de acontecimientos apareció en la historia un indispensable de toda buena idea que haya en la ciudad: Juan José Téllez. Y también Manuel Machuca, «que tiene un humor desternillante y un ingenio espectacular». «Y con tanta agua y tanto paraguas, en tan solo días apareció otro perfil en redes: Eduardo Cruz Acillona, rebosante de creatividad e hiperactividad. Enrique Cervera también se motivó y ya prepara su microrrelato».
Casa Tomada y El Gusanito Lector se apuntaron a la idea y entre todos concretaron unas bases para este concurso, que así a bote pronto les quedó bajo el título Hasta el 40 de mayo, fecha límite por cierto para la entrega de los textos. Las bases establecen que (uno) la extensión máxima del microrrelato será de cien palabras; que (dos) el protagonista de la historia deberá ser, invariablemente, un paraguas; que (tres) se remitirán a la dirección de correo electrónico paraguasperdidos@gmail.com como cuerpo del mensaje y acompañados del nombre y dos apellidos del autor. Y finalmente, que (cuatro) el jurado hará una selección de entre los microrrelatos recibidos, que serán presentados en lectura pública el 21 de junio, a partir de las ocho de la tarde, en la librería Casa Tomada (Muro de los Navarros, 66). El premio, obviamente, es un paraguas. Pero ojo, que un paraguas le puede a uno cambiar la vida si sabe seguirle la pista.
Juan José Tellez
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