Es habitual que hacia finales de año lo que queda de prensa se llene de recuentos y listas de lo mejor del año. Es divertido observar el grado de capricho y superficialidad de quienes creen que sabrán desafiar al tiempo en sus elecciones. Nada más sano que leer veinte años después las listas de lo que se creía mejor entonces para darte cuenta de lo poco que perdura el gusto si no alcanza a ser desprejuiciado y reflexivo. Las modas funcionan para imponer un gusto, pero sin capacidad de que sea perdurable. La revista Time es famosa por algo más ambicioso, elegir a la figura del año, a quien le concede una portada ya mítica. Aparecer ahí es una ambición algo tontuna, quizá por eso el presidente Trump se fabricó una falsificación cuando ni soñaba con llegar a ser presidente ni hombre del año. Lo logró finalmente, pero eso no habla tanto bien de él como mal del resto de la humanidad. Sin embargo, si tuviera que pensar en las dos personas más ejemplares en su comportamiento público durante el año 2018, tendría pocas dudas. En mi opinión fueron los padres del niño Gabriel Cruz, asesinado en la hermosa Almería a manos de quien era la actual pareja de su padre.
Otro crimen sin sentido ni grandeza, que ridiculiza todos los esfuerzos mediáticos constantes por dotar al asesinato de alguna categoría. Ni inteligencia ni audacia, no hay atisbo de nada reseñable en la escena real. El prestigio del crimen en lo narrativo nace de la ficción y me temo que proviene de una cierta pereza mental, incapaz de dar con un personaje valioso si no ejerce el mal. Quizá por esa deformación del gusto no somos capaces de encontrar en la valentía y el coraje moral algo tan valioso. Estamos empeñados en creer que la valentía es temeridad, lanzarse al abismo o cumplir con ritos peligrosos. Nada de eso. Valentía es la más discreta de las heroicidades, la que tiene lugar en dominio cotidiano. Porque el drama más enorme es siempre doméstico, íntimo. Por eso los padres de ese niño desentonaron tanto en un mundo histérico, superficial e indecente, donde se fabrica con el dolor una dosis inversa de rencor, deseo de venganza y oportunismo. Ellos mandaron frenar y se convirtieron en un ejemplo radical.
Su actitud desde el primer instante, cuando los medios de comunicación se precipitaron sin tino a buscar culpables en su entorno, fue de gran decencia. Ni antiguas parejas resentidas ni el dolor de su separación les resultaba creíble para alzar una sospecha válida. En cambio, quienes ni los conocían ni trataban se sintieron capacitados para sembrar tales sospechas. Los padres permanecieron unidos en ese primer episodio. Cuando se desencadenó la triste resolución, volvieron a desplegar una paleta de emociones desacostumbrada. Ni se dejaron llevar por la riada popular ni se dejaron convertir en espectáculo, pese a que todo dolor se transforma en espectáculo hoy. Se mantuvieron firmes, con una dignidad inédita, con declaraciones que eran siempre mesuradas, distintas, muy privadas, llenas de sentido común. Era tan emocionante ver a dos padres destrozados que no se dejaban llevar por la inquina ni por los cantos racistas, ni el oportunismo político ni la máquina de picar carne mediática, que daba orgullo por una vez pertenecer a esta especie.
Cuando se aproximaba el juicio, pidieron incluso a las partes personadas que dejaran el caso para los tribunales, sin meter la cuchara en el asunto tan solo para lograr llenar telediarios de declaraciones morbosas, detalles sangrientos. No querían alimentar esa grotesca maquinaria que nos acompaña cada vez que hay un crimen relevante. Y no querían nada de eso porque la memoria de su hijo merecía un respeto que ellos se ganaron desde el primer día con su actitud valiente. Y quiero creer que la respuesta de la sociedad, por una vez, ha asimilado ese coraje íntimo. Muchas personas, salvo feas excepciones, han obedecido ese ruego para separarse en la medida de lo posible de la curiosidad malsana. No es fácil, pasada la histeria colectiva y el calor de la exclusiva, mirar hacia los protagonistas como personas ejemplares. Pero conviene hacerlo, porque nos dieron una lección poco habitual. Por eso las personas del año, claro que sí, han sido Patricia Ramírez y Ángel Cruz. Un raro ejemplo.
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