viernes, 3 de abril de 2020

Diario ... Por Antonio Soler



Es el síndrome del enfermo, que súbitamente se da cuenta de que hasta ese momento era feliz sin saberlo


La ciencia ficción no estaba en la pantalla de plasma sino en la ventana de nuestra casa. Nos podíamos haber ahorrado la cuota de HBO. Un virus llegado de China se ha convertido en el guionista de moda y pasa el capítulo diario de la serie en el vidrio de nuestra ventana. Ahí, en ese cristal, se proyecta nuestra película y se escribe nuestro guión. Asomado a la ventana ve uno en medio de la calle desierta a un joven repartidor. Un muchacho que se gana la vida con ese oficio humilde, ahora de pronto valorado. Ahora de pronto rescatado del furgón de cola social aunque continúe en el furgón de cola económico. Ni el prestigio efímero ni los aplausos dan de comer.

Así que el muchacho va de un lado de la calle a otro, de su furgón a una puerta y de la puerta al furgón. Entrega unos paquetes que seguramente no están contaminados. Lleva mascarilla y lleva guantes. Y en el ir y venir, desacostumbrado a su uso, se toca la mascarilla, se la recoloca y reajusta hasta que un vecino desde su terraza le advierte. No te toques la mascarilla, te lo aconsejo como médico, y perdona, pero eso que haces tiene un riesgo. El embozado hace un gesto de asentimiento y responde: Yo le aplaudo todas las tardes, gracias. El presunto médico dice que él y sus compañeros mensajeros también van incluidos en el aplauso colectivo de cada día. Se despiden levantando el pulgar. Figurantes en la película de cada día, protagonistas de un cameo fraternal.


Reconocimiento del valor de lo que hasta entonces estaba velado por la catarata de lo superficial. Es el síndrome del enfermo, del que súbitamente pierde la movilidad, las funciones esenciales, y se da cuenta de que hasta ese momento era feliz sin saberlo. Estamos enfermos, no solo los que padecen el virus, todos estamos afectados por la enfermedad y valoramos lo que hasta hace apenas tres semanas teníamos y dábamos por hecho que íbamos a tener hasta el final de nuestros días. Porque estábamos libres de guerras, de desolaciones colectivas. Las plagas y el hambre tenían su hogar en Asia, en Africa. Los médicos nos esperaban puntualmente en el ambulatorio y los mensajeros formaban parte de una maquinaria semianónima, piezas simples de un engranaje que casi funcionaba como un reloj suizo. Pero no. Enfermos miramos por el cristal de la ventana un mundo transitoriamente perdido. Perdido definitivamente para muchos compañeros de enfermedad que ya ni siquiera podrán hacer el típico propósito de enmienda del doliente. Apreciar lo pequeño, saber que aquello que nos parecía lo cotidiano era verdaderamente extraordinario. Deberíamos anotarlo en el diario, con letra roja, para no olvidarlo nunca.
 Antonio Soler


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