A 26 de mayo de 1976 –casi el día y el mes de su muerte final–, Radio San Sebastián informaba de que “el popular comediógrafo y escritor” Antonio Gala había sido víctima de un atentado en Murcia, siendo asesinado de “un disparo certero”. Dos reporteros se toparon con él a la entrada del hotel Siete Coronas
Antonio Gala, a sus 92 años, ha muerto de una larga enfermedad llamada olvido: el olvido desmadejado de sus recuerdos y el de la nombradía pública que se mantiene de él en este país con el que tanto quiso. Triste pago para quien tanto hizo por la memoria colectiva de España y de Andalucía, donde la muerte vino a buscarle “en la vieja insistencia del olivar y en la vieja insistencia de las olas”.Cordobés de Brazatortas y refugiado en La Baltasara de Alhaurín El Grande, su “Viva Andalucía Viva”, que inauguró el Congreso de Cultura Andaluza en la Córdoba de 1978, hizo tanto por la identidad andaluza como un himno o una bandera. Gala, sucesivamente poeta, guionista, articulista, dramaturgo y narrador, entre otros muchos menesteres, asegura que siempre llega a Andalucía con temblor, “porque en ningún otro lugar he sido tantas veces feliz o desdichado”. También era consciente del reverso andaluz, el de ese pueblo capaz de las mayores rebeldías pero que, como contó en una de sus troneras, exclamaba de repente qué calor hace y abandonaba la trinchera por las sombrillas de playa.
Fue, como tantos otros, un niño de la guerra, crecido en una familia acomodada donde escribió desde su infancia, múltiplemente licenciado en Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y alguna otra disciplina. A pesar de ese equipaje universitario, ejerció una no siempre fácil bohemia en el Madrid del medio siglo XX con la complicidad de otros autores de su tiempo como Fernando Quiñones, de cuya muerte están a punto de cumplirse los 25 años. Gala le regaló un nuevo oficio inesperado: su amigo gaditano, como aún recordaba a veces cuando recobraba la lucidez, quiso engatusar a finales de los 50 a sus suegros italianos con una vida que no era la suya, la de un loft en el barrio de Salamanca cuando medio vivían de pensión; los amigos simulando invitados de alto copete o camareros, un buffet generoso y la actuación inesperada del autor de 'Anillos para una dama', con una capa española y un sombrero cordobés. La madre de Nadia Consolani, que también murió más que nonagenaria, siempre le preguntó a su hija por el sorprendente amigo de su yerno: 'E come sta Antonio il ballerino?'.
Pudo ser abogado del Estado, pero optó por ingresar brevemente en la Cartuja de Jerez: “Tu voz no puede ser nuestro silencio”, le disuadieron los monjes, como él mismo narró ante un impasible y cómplice Jesús Quintero.
Puso tierra de por medio entre Italia y Portugal, pero volvió a casa como poeta reconocido, cuando se hizo con el accésit del Adonais por Enemigo íntimo, en 1959. Siguieron muchos otros galardones, como el premio Calderón de la Barca de teatro, en 1963, por su obra Los verdes campos del Edén, como un relevo generacional de la dramaturgia de Antonio Buero Vallejo.La dictadura, sin embargo, le concedió otra distinción inefable, la de la censura, ya fuere en televisión o en prensa: un programa con su firma fue cancelado en TVE y la revista Sábado gráfico fue secuestrada por un artículo suyo, Las viudas, que podría ser constitutivo de delito de injurias contra el Movimiento Nacional franquista. Sin embargo, ese texto tuvo otra consecuencia impredecible: a 26 de mayo de 1976 –casi el día y el mes de su muerte final–, Radio San Sebastián informaba de que “el popular comediógrafo y escritor” Antonio Gala había sido víctima de un atentado en Murcia, como vendetta por dicho texto, siendo asesinado de “un disparo certero”. Dos reporteros de La Verdad de Murcia, Changa y Galiana, se toparon con él a la entrada del hotel Siete Coronas, de la capital murciana, “resucitado elegantísimo y exquisito, cual personaje salido de figurín de moda”. Y, claro, declaró que más que a los bulos, estaba acostumbrado a las amenazas.
Formó parte de la inteligencia antifranquista como, luego, seguiría defendiendo a la sociedad civil dado que, a su juicio, los partidos suponían un endeble sostén de la democracia: su firma figuró en numerosos manifiestos progresistas, a favor de la autonomía plena de Andalucía, de los derechos humanos o del sindicalismo jornalero, o contra la ley Corcuera y el militarismo de la OTAN.
Aunque él siempre quiso trascender a la posteridad como poeta, su reconocimiento unánime vino de la mano de su teatro, con títulos como Los buenos días perdidos o Las cítaras colgadas de los árboles, o por sus novelas cargadas de adverbios como a él le gustaban, como La pasión turca –llevada al cine en 1994 por Vicente Aranda, con una convincente Ana Belén en un inolvidable autobús turístico—, Más allá del jardín –también convertida en película por Pedro Olea en 1996– o El manuscrito carmesí, su primera novela, con la que recibiera el Premio Planeta.
Como periodista, sus Charlas con Troylo, en El País Semanal, marcaron una época del columnismo literario: “He conseguido ir al corazón a través de la razón”, afirmó en relación con aquella serie de artículos protagonizados por su perro, aunque tuviera otros como Zegrí o Zagal.
Sus textos en dicho rotativo o en El Independiente o El Mundo fijaban, a menudo a diario, su pensamiento crítico contra una realidad con la que siempre se mostró rebelde. Festejado por todas sus patrias, Manolo Sanlúcar puso música a su Testamento andaluz, de 1994. Si él quería ser recordado como poeta, quienes quieran rendirle tributo pueden adentrarse así en una obra que inició, antes del accésit del Adonais, con Perseo, cuyos versos fueron recobrados tardíamente entre sus Poemas de amor de 1997, un libro de éxito en cuyas presentaciones solía llenar teatros, mayoritariamente de mujeres, que a su juicio encarnaban la pasión.
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