No sé con qué edad se suele tener la primera crisis existencial, pero yo la tuve con cinco años, cuando al desvelarme una noche vi una luna tan grande que no cabía en la ventana de mi habitación. En ese momento me vino la comprensión de la inevitable finitud de la existencia y la consiguiente incomprensión del propósito de la misma. Al día siguiente pregunté a mi tío, el catedrático de la Universidad, acerca de todo este despropósito y obtuve la muda respuesta de sus cejas arqueadas. Como el resultado, me quitaron mis dos libros favoritos: uno de astronomía , otro de yoga. No sé si fue mi padre quien se habría arrepentido de haberme enseñado a leer con tres años o fue el mandato de mi madre, quien decidió limitarme el acceso a cierto tipo de lecturas para evitar mis prematuras e incómodas preguntas.
Si tuviera que definir el leitmotiv de mi vida, seria algo así como "Muertes, pérdidas y despedidas". Quizás por eso doy tan poca importancia a las envolturas y sigo buscando en las miradas envueltas en la experiencia arrugada una respuesta a la interrogante existencial. Quizás por eso vivo tan intensamente cada instante, porque los que pasan no volverán jamás. Quizás por eso no dejo nada "para después", porque luego ya no habrá un "después" - he visto demasiados trajes arrugados cuya esencia vital los había abandonado por un accidente, un infarto, un cáncer, un suicidio… Quizás por eso he desarrollado la capacidad de renacer de las cenizas y de reconstruir las alas.
La muerte que más me ha impactado no fue la de mi padre, sino la de mi abuela, quien después de enterrar a su hijo decidió enterrarse en vida. Todos los días se lamentaba por seguir en este mundo después de haber perdido a quien más quería, pidiéndole a la muerte que se la llevara pronto. Ésa tardó siete años en venir. Siete horas antes vine yo para despedirme de ella. No sé cómo, pero siempre se sabe cuando uno está a punto de partir. Me acerqué a su lecho de moribunda donde se respiraba algo extraño, como si fuese la entrada a otra dimensión, a un jardín con flores desconocidas. La abracé y me reconoció, se agarró a mí y sentí su angustia.
- No quiero morirme, mi niña!
No tuve nada que decirle, así que no hablé.
Salí de su casa y fui a coger el tren para volver a la capital, sabía que no volvería a verla. Por el camino iba pensando en esos últimos siete años de su vida, e intentaba hacer un cálculo mental de todos los instantes perdidos, pero no conseguí sacar el número final - nunca fui muy buena en las matemáticas, las letras y los sentimientos se me dan mucho mejor.
Hace dos años cuando me tocó entrar en el quirófano, del cual nunca tienes la certeza de salir por tu pie, me acordé de ella, sentí que yo tampoco estaba preparada para irme, sentí esa misma angustia, ese mismo miedo a lo desconocido que nos espera al otro lado del río.
Por suerte, unas horas después abrí los ojos y le agradecí al Señor por darme otra oportunidad.
Por suerte, siempre tuve claro que la vida va en serio. Por suerte, tengo este instante que se llama presente, el único que existe para que podamos amarnos y arrugarnos juntos, amar lo que hacemos o simplemente mirar una luna tan grande que no cabe en la ventana de la habitación.
Tatiana Minina
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