La solidaridad española no quiere que modernicen los CIEs, quiere que los cierren. Así lo reclamaron los activistas de Andalucía Acoge ante el Ayuntamiento de Algeciras, la ciudad a la que le cabe el dudoso honor de contar con el último de tales establecimientos en Andalucía. Entre una antigua cárcel, la de la Piñera en su término municipal, y un antiguo cuartel, el de la Isla de las Palomas, en Tarifa, por allí desfila el circo de los horrores, el esperpento de la dignidad, los espejos cóncavos del estado de derecho. El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, ha prometido piadosamente que construirá un nuevo edificio, sin duda moderno y funcional, para albergar a estas cárceles que sirven para encarcelar a las personas que tan sólo cometen el flagrante delito de la supervivencia.
Día del refugiado: pegatinas en las solapas y twitters hasta en la sopa. Pero mientras particulares, oenegés e incluso instituciones reclaman que se les permita el derecho a refugiar, la Moncloa mira hacia otro lado. Y aunque hace bien desatendiendo los guiños de Macron para que España se meta en el avispero de Mali, la mejor receta contra el yihadismo quizás sería la de acoger a aquellos que huyen del terrorismo yihadista y de los otros terrorismos que dicen que combaten la guerra santa utilizando guerras pecadoras, pero igualmente guerras.
Desde Afganistán a Siria, las víctimas huelen a armas químicas, a soborno, chantaje, escombros de Mosul, tiroteos de Kabul, tribus diezmadas en la vieja Libia. A la hora de acogerles no se trata de calibrar una estrategia sino de aplicar al pie de la letra nuestro código en materia de derechos humanos. Y aunque no sea seguro que si les abrimos las puertas crearemos demócratas convencidos, si las seguimos cerrando –como la Unión Europea viene haciendo por deporte--, avivaremos las ascuas del rencor que es el caldo de cultivo de cualquier rango del fanatismo.
Llevamos demasiado tiempo fumando en la gasolinera del choque de civilizaciones. Y empezamos a acostumbrarnos peligrosamente a aceptar la costumbre de que cualquiera que haya estudiado el oficio de muyaidín por correspondencia se ponga a atropellar transeúntes o se compre un cinturón explosivo en los hipermercados de Allah es grande y Muhammad es su profeta. Tampoco crean que quedará en un caso aislado el vengador motorizado que hizo lo propio ante una mezquita de Londres. La estupidez es casi tan peligrosa como el Ébola y se contagia mucho más rápidamente.
Hoy acaba el ramadán y muchos ateos felicitamos a los amigos musulmanes con el mismo entusiasmo que felicitamos la navidad a los católicos o la pascua a los judíos. Y eso que nadie se congratula por nuestra falta de fe. No nos quejamos. Llevamos siglos viendo cómo se juegan a sangre y fuego la champion de sus dioses y nosotros no tenemos ningún Dios cuyo nombre usar en vano para justificar cualquier matanza; aunque muchos de nuestros sinreligionarios también se hayan manchado las manos de sangre en nombre de ideologías o de líderes supuestamente carismáticos aunque simplemente criminales.
El antídoto frente a todo ello debería ser el de la tolerancia, una palabra a la que José Saramago le tenía especial aversión por lo que implicaba de soberbia, pero que, con la que está cayendo, quizá sería bueno recordar que es uno de los conceptos que encierra la propia palabra Islamo la que encarnaría una de las virtudes cardinales cristianas, la templanza. Su uso se hace imprescindible para apagar el cigarrillo en la estación de servicio del odio y de la desconfianza entre las gentes del libro.
Un pintoresco episodio de todo ello pudimos vivirlo hace unos días en esa Granada que es al mismo tiempo el lugar de insólita celebración anual de su toma cristiana y un símbolo de la convivencia andalusí, ese apasionante y largo periodo histórico lleno de luces y de sombras. En la plaza del Triunfo, los mahometanos rompieron su ayuno con un rezo público y algunas cofradías católicas se vieron en la extraña obligación de limpiar dicha afrenta con la oración del rosario: ¡cuánto echamos de menos a Berlanga!.
En este caso, fue el obispo de la diócesis, que no se caracteriza precisamente por su liberalismo en materia de costumbres cívicas o religiosas, quien recordó que, desde el punto de vista de los creyentes, ninguna plegaria es una ofensa, sea cual sea el dios al que se dirija. Ese mismo argumento fue defendido por las comunidades cristianas de base y por media ciudad, mientras la otra media maldecía a la morisma y arrimaba al fuego la sardina de las cruzadas.
Quizáno lleguemos a nada defendiendo el laicismo, que incluye el respeto a todo credo que no sea dañino para nuestra propia especie, la herramienta eficaz de la convivencia, o nuestra vieja triada mágica de libertad, igualdad y fraternidad, que incluye los brazos abiertos del refugio. Esto es, tal vez no consigamos evitar que los bárbaros sigan chocando contra nosotros, pero intentaremos poner a salvo nuestra civilización democrática y moriremos al menos por nuestras propias ideas y no por las de nuestros agresores.
Juan José Tellez
No hay comentarios:
Publicar un comentario