El pasado domingo acudí a ver 'La librería', último trabajo cinematográfico de Isabel Coixet; debo confesar que creía que la autora de la novela en que se basa el filme, Penélope Fitzgerald, aún vivía y tuvo que corregirme Txema Martín, vía Wikipedia. Perdona, Txema, le dije, es que me gustó tanto la historia que he querido resucitar a la autora, fallecida en el ya lejano año 2000; por cierto, la encontramos en exquisita edición de Impedimenta, traducida por Ana Bustelo. Y si la novela es buena, les confieso que Coixet ha rizado un rizo intimista y preciso que es homenaje a sus obsesiones, y, vaya por delante, a las mías. Lo autobiográfico muchas veces, más que hacernos pensar en nosotros mismos, nos hace reflexionar sobre nuestro entorno, acerca de nuestra época, de lo que nos sucedió o no nos sucedió, y la infancia se transforma así en un almacén de propósitos que luego no se cumplieron. La trama de este primoroso relato casi no existe, el argumento es lo de menos, lo importante son las imágenes, el paisaje, el 'landscape', y lo escribo en el idioma de Shakespeare porque tiene un significado más amplio, esto es, algo que nos hace formar parte de un lienzo natural y del que no podemos borrarnos.
Florence Green, viuda de guerra, llega a un pueblo costero del este inglés y pretende abrir una librería. Sólo la pretensión causa pavor en las invisibles fuerzas del orden milenario -inolvidable Patricia Clarkson en el papel de la infame aristócrata Violet Gamart, que erre que erre quiere convertir la Old House en un centro de arte para su propio lucimiento-; pero Florence lucha contra todos los demonios y convierte la abandonada Old House en un bellísimo contenedor de libros; y al principio gana, sólo al principio, y abre, claro que abre. A partir de ahí el espectador comienza a notarse embaucado por sensaciones y emociones renovadas en pequeños detalles descritos sutilmente, gota a gota, a lo Wes Anderson en 'Moonsirse Kingdom' pero con menos giros geográficos y más amor por el ser humano. Son instantáneas de un museo imaginario, mezcla de criterios y sentimientos que valen un Potosí y que en absoluto son intercambiables, todo lo contrario, son pasiones subjetivas de difícil encaje, entiendo, para el televidente fiel a 'Sálvame deluxe'; y en ese Liliputh de cosas bellas se fijan en la retina varios momentos que años después aún recordaremos, sin ir más lejos, los niños que acuden en su ayuda para colocar las estanterías, el Vauxhall beis claro rodando a gran velocidad por una carretera secundaria, el crujido de la seda del vestido de Miss Violet Gamart, las primeras ediciones, del glorioso 1959, de 'Farenheit 451', 'Crónicas marcianas' de Ray Bradbury, y 'Lolita' de Nabokov, que causa escándalo en Hardborought al lucir sin complejos en el escaparate como el demonio y la carne. Y sobre todo, la ayudante de Florence: esa Ofelia prerrafaelista que al final actúa como Julio César en Alejandría para salvar el trono de su reina.
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