El libro antiguo tiene el interés propio de los objetos con vida, y más cuando se nota que el libro antes que tú lo ha leído otro
Aunque el otoño sevillano tiene bien ganada fama de esquivo y reservado, y es dado a darnos plantón hasta bien entrado noviembre, ya se aprecian algunas huellas de su venida. El débil alumbrado de las calles a media tarde, las convocatorias llamando a los cultos en las paredes blancas de las iglesias, el olor de los puestos de castañas… Aunque quizá el mejor síntoma de que ya no hay vuelta atrás y la ciudad por fin enfila contenta el invierno sea la reciente inauguración de la Feria del Libro Antiguo.
Tan modesta en su sencillez de puestos silenciosos sólo alterados por la presencia tranquila de lectores veteranos con bufandas de lana y gafas de cerca, tan entrañable en las ilustradas y parsimoniosas conversaciones que mantienen los fieles clientes con los entregados libreros de viejo (posiblemente el oficio más bonito del mundo), tan nuestra en las fotografías antiguas que adornan su rústica estructura, yo personalmente la prefiero a la otra que suele caer allá por mayo, la de la industria del libro, con sus programados eventos bajo la carpa y sus escritores de moda firmando sonrientes ejemplares con dedicatorias impersonales.
El libro antiguo tiene, además, el interés propio de los objetos con vida, y más cuando se nota que el libro antes que tú lo ha leído otro, ha caído en otras manos, ha estado en otras estanterías, ha sido objeto incluso de subrayados y anotaciones. Sería curioso, si se pudiera, conocer la historia de esos libros de viejo que compramos desde su fecha de edición. Y descubrir que la elegante colección aquella de las obras completas de Julio Verne del salón perteneció y fue leída por todos los hermanos de una familia numerosa, que aquella enciclopedia sobre la Historia de Andalucía de la salita que tan bien se conserva pese a ser primera edición viajó en la maleta y fue lectura reparadora de un matrimonio de emigrantes, que la dedicatoria de buena letra que abre la novela de Henry James que guardamos en la mesita de noche fue escrita por un padre a su hijo.
Y es que, pese a los avances imparables del mundo digital en el mercado, los libros en papel siguen siendo la mejor manera de escapar por unas horas, de adentrarnos en terrenos e incluso en tiempos para nosotros inalcanzables, y eso es precisamente lo que se ofrece estos días en la Plaza Nueva, pidiendo muy poco a cambio. Tan poco que para demasiados no vale prácticamente nada.
Eduardo Osborne
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