Me gusta, y mucho, Cristina Pardo. Es la
castañuela del periodismo, lista como una pupa, divertida como un
castillo de fuegos de artificio, e irónica como una viñeta del mejor
dibujante de la actualidad. Su sitio está en La Sexta, un dedo para un
anillo. No la veo en otra cadena. La señora maneja tan bien los hilos
del debate que hasta se hace un Ferreras y consigue que olvidemos al
Ferreras del periodismo intenso y dramático, qué hombre. Donde el jefe
pone un silencio teatral apoyado por la música épica que sube y baja
como la noria de las ferias, ella pone su sonrisita de medio lado, como
el tumbao que tienen los guapos al caminar, las manos siempre en los
bolsillos de su gabán pa que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal,
el puñal de su guasa, la navaja del sarcasmo, el anda y no me cuentes
historias que te conozco, gañán, y vaya que sí, que Cristina Pardo, por
salir, sale indemne hasta compartiendo tertulia con Eduardo Inda, una de
las malas, de las peores compañías que imaginarse pueda nadie.
La
semana pasada la periodista navarra estrenó la segunda temporada de
Malas compañías, incidiendo de nuevo en la corrupción que asola este
país, de manera estructural, dicen si hacemos caso a la justicia cuando
habla del PP, pero Cristina se fue a Cataluña esta vez, y allí, oh dios
mío, los rufianes parece que llevan pegado en la frente un cartelito que
pone tres por ciento, tres por ciento. Pero eso fue la semana pasada.
Las malas compañías no son cosa de fechas. Siempre las hubo, hay, y
habrá. Es lo que me pregunto cada vez que veo a Josie, ese esperpéntico
señor que habla de rasé y tendencias, sentado en Zapeando. ¿De verdad
que al programa de Frank Blanco le hace falta este tipo de compañía?
Hace unos días, no sé, quizá unas semanas, me encontré al pájaro este
con una arquitectura de plástico encajada en su cabeza a modo de «lo
más», expresión al uso de estos mendas mendaces. Ojo con las palabras,
me digo, que las carga el diablo. Yo vivía sin saber qué es rasé, y sigo
sin saberlo, pero tengo las orejas abiertas por si me lo hayo. Yo vivía
sin saber lo que era una choni, y ahora, virgen santa, voy por la calle
topándome con ellas a un ritmo endiablado. Total, que me pregunto,
hablando de malas compañías, qué hace Nicolás Maduro, sí, el demonio de
Venezuela, viendo cada tarde Zapeando. No sólo eso. Está tan colgado del
programa que está dispuesto a sentarse una tarde como un Miki Nadal o
una Anna Simón cualquiera. Dicho con su boquita de escorpión.
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