La evidencia nos decía que Occidente caminaría en la buena dirección, pero quedaban aún demasiados privilegios
Recuerdo que cuando era adolescente me impactó conocer las tesis negacionistas del Holocausto. Me resultaba incomprensible que hubiera gente dispuesta a lavar la cara al monstruo, pero al mismo tiempo la solidez de la Historia y el testimonio indudable de la barbarie me ofrecían garantías suficientes para mi tranquilidad: por más que algunos se empeñaran en el horror, siempre quedaría el conocimiento de lo ocurrido como agente espantador de demonios. Algunos años después leí a Hannah Arendt y a Günter Grass, y de los dos aprendí que la Historia no representaba un profiláctico completamente eficaz. Que había que mantener la guardia y sostener un compromiso ético bien claro respecto al bien y el mal. Porque los dos existen, se puede optar por uno o por otro y son completamente distintos, aunque el segundo siempre intentará confundirse con el primero. Y sí, Arendt y Grass tenían razón: el negacionismo tenía a su favor una formulación de la postmodernidad que rechazaba cualquier principio de autoridad y que, por tanto, ponía en cuestión cualquier presunción de verdad; para su éxito definitivo, sólo tenía que esperar a que esta formulación culminara su desarrollo técnico. Y éste no tardó en llegar: la universalización de la información procuró su cuestionamiento abierto. Con tanto éxito.
De este modo, la mera consideración de una idea como axioma se tilda de práctica fascista. El viejo derecho a la información culminó en la exigencia de la desinformación, en el derribo del tótem positivista y en la asignación de un signo de interrogación a todo lo que, incluida la Historia, aspira a significar. Que los negacionistas lo tienen más fácil que nunca salta a la vista con el actual mapa político de Europa. Pero quienes más provecho han sacado de esta post-postmodernidad han sido los apóstoles del repliegue, quienes temían las consecuencias de un mundo sin fronteras, conectado en todos sus órdenes, con una justicia universal y disolvente de la diferencia. Lo que la evidencia nos decía desde la Ilustración era que Occidente caminaría en esa dirección, pero el gran error fue, tal vez, dar por hecho que los agentes de la resistencia renunciarían sin más a sus privilegios. De ahí el repunte de las fronteras, del nacionalismo, del racismo, del populismo, del negacionismo, del lavado de cara del monstruo, todo bendecido por la premisa de que ninguna idea merece la pena y por la crisis de refugiados. Si podemos hundir el Aquarius a costa del efecto llamada, lo haremos. Aunque sea mentira.
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