Trabajar suele ser un eco diario en el que uno se reconoce y del que también huye. Necesidad, exigencia, dedicación, rutina, y en algunos casos más o menos entusiasmo. Un mapa que los que tienen la suerte de tener trabajo atraviesan cotidianamente con un rumbo hacia un incierto destino, y conscientes de que lo normal es que en su travesía no exista un territorio de lo fantástico. La experiencia de algo o de alguien diferente a lo que uno conoce, y que conlleva una emoción gastada, una intuición adquirida, una instrucción que ya no enriquece absolutamente nada. La suerte de todo lo contrario lo representa la labor del periodismo cultural, tan precario en la economía que no valora el pedigrí de la experiencia ni el talento expresivo, a merced de las decisiones de otros cuyos méritos suelen ser los apellidos de familia o su estatus de número clausus –en esto se parecen todos los trabajos–, y al borde de la extinción en una sociedad en la que no se premia ni se promueven el pensamiento crítico, la creatividad, el fondo de la maleta del lenguaje, las formas con las que registra los bolsillos de la realidad u ofrece una imaginación que la enriquezca en lugar de suplantarla. Aún así, nada como la fortuna de ejercer cada día la mirada sobre los oficios de la cultura y gozar de las diferentes maneras con las que te sorprende, te seduce, te despierta, te perfecciona y contribuye a que seamos sujetos menos quebradizos, más soñadores, más lúcidos frente a los que nos quieren sumisos o uniformados. Un trabajo que en la mayoría de las veces aporta placer, conciencia, indagación, conocimiento y el agrado, incluso la satisfacción, de compartir con otros lo descubierto, lo aprendido, la invitación a que a su manera también lo vivan.
Me lleva sucediendo afortunadamente más de treinta años de trabajo transversal por la literatura, las artes plásticas, el teatro, el cine, la danza, las diversas expresiones de su creatividad y sus reflexiones intelectuales y sociales, al igual que por la política que todo lo hilvana y lo mueve. Y hay veces, como esta larga semana, en las que sin tregua se han ido pespuntado esos géneros de la cultura para dejarme la alegría de una huella que me ha dado fuerzas en medio del suspense afligido en torno al rescate del niño Julen y de todas esas pequeñas batallas con las que todos libramos para salir adelante, indemnes a las injusticias, los caprichos, las hipocresías, los intereses oscuros, la tendencia habitual de lo que no se dice o se estrategia mientras se juega con la dignidad de lo que somos y nuestro futuro.
Alcanzó la cumbre ayer la labor de mi faceta con el «bouquet» persistente que dejan esas obras de arte que se te instalan dentro de uno por mucho tiempo, con el Carmina Burana de Carl Orff que La Fura dels Baus, dirigida con la trayectoria magistral de Carlus Padrissa, hizo sol sutil, cisne alado, coro universal de bebedores y polifónico teatro plástico de acentos medievales, aromas de primavera y danza de la belleza del carpe diem entre los espectadores, la representación, el escenario de un cilindro de ocho metros de diámetro en mágica metamorfosis y la atmósfera de una comunión sensitiva de música, voces, rostros y gestos en torno a la vida, su celebración y su erotismo. Ni un silencio en suspiro, al contrario todo el tiempo contenido en el arrebato de los sentidos, durante el encantamiento de la dramaturgia del baile en máscara del espectáculo con batuta de César Belda, la maravillosa voz lírica con timbre de oscuros y rica tesitura dramática de la soprano Amparo Navarro, el equilibrio contratenor de Lluís Frígula y la potente gestualidad del barítono Antonio Torres. No faltaron en el orgiástico ceremonial de colores, sombras, sensaciones, piel y abstracciones dionisiacas, la vendimia del vino ni la cascada del baño de sensual feminidad ejecutadas con sutil elegancia y veracidad coreográfica por las bailarinas Cristina Manso, Gabriela de Alteriis, Kerly Marlen Bravo y María Redondo.
Un espectáculo exigente y bello, minutado en sus detalles –tanto técnicos como interpretativos– desplegados con poético ritmo y encantamiento, fieles al sello de La Fura que desde hace más de veinte años ha conjugado con acierto y audacia la intervención del impacto para alterar la relación del espectador con el espectáculo, la transgresión experimental de la performance, la neo estética de la ópera, la monumentalidad de lo circense y lo cinematográfico como arquitectura y lenguaje. Así lo ha hecho desde sus comienzos con Accions y Suz o Suz de los años ochenta, en los que la descubrí en mis inicios de periodista cultual rompiendo coches y acosando a los espectadores en movimiento hasta sus brillantes L'Atlantide, La flauta mágica, el F@ust 3.0, el espectáculo de Barcelona 92, la intervención maravillosa en la fachada del Museo del Prado y este Carmina Burana que de momento corona una fantástica travesía por lo gamberro, lo callejero, el surrealismo, la videocreación, lo acrobático y las escenografías virtuales repletas de ícaros, de sirenas, de boxeadores, de ángeles, de escombros, de cocina en ebullición. Cualquier propuesta de una compañía de teatro que mantiene en alto sus retos, su innovación, su divertimento, sorprendiéndonos a su público y que me pone en pie la imaginación y el corazón.
Apenas unas horas antes había estado con un grupo de prestigiosos narradores y poetas invisibles para esta ciudad ensimismada en sus museos, en las ofertas culturales de la gratuidad o casi, mientras sus artistas plásticos carecen de apoyos, sus galerías cierran y todo el presupuesto glorifica bajo palio la Semana Santa y el turismo de urbanismo plastificado de la ciudad franquiciada. Me faltaron en el chequeo cultural los músicos que igualmente andan sin salas con su talento itinerante por galas gracias a su empeño e ilusión que no decaen, como es el caso de Javier Ojeda. No me dio tiempo por tener que acudir a una singular exposición en la sala del Rectorado que va camino de convertirse en un oasis de resistencia y modernidad frente a las miopías de lo político. Ya que por una parte acoge ese debate malagueño sobre turismo sostenible y conciliación entre habitabilidad ciudadana y parque temático que ningún partido se atreve a acometer con seriedad y urgencia de futuro. O porque sirve para acercarnos la maravillosa exposición de Papúa de Ángela Calero y su antropológica colección de objetos nativos de espiritualidad decorativa, identidad guerrera y cultura hedonista que engloba collares, esculturas, tocados de novia y armas defensivas con las que dialoga a través de sugerentes interpretaciones suyas como el delicado reloj del paraíso del que vuelan los segundos, el hombre perchero, los joyeros piedra, las ciudades invertidas o el primitivo ordenador cuyo salvapantallas paradisíaco se derrama en un teclado de arena con un mensaje embotellado y escritura de yemas húmedas. Poética, animista y reflexiva muestra de belleza escénica a la que merece viajar un rato, y que entronca con la experiencia vital de la autora y el lema artístico de La Fura simbolizado en la aventura de atreverse a todo.
Inicié este camino que nunca concluye y que cada jornada tiene rostros nuevos y diferentes propuestas celebrando por escrito los cien años del consagrado escritor de escritores, elegante, discreto, superviviente civil de la guerra fraticida cuya memoria algunos se empecinan en borrar, y ruso de prosa minuciosa y deslumbrante por dentro que es Juan Eduardo Zúñiga. Lo hice un día después del pasado domingo en el que la performer Cristina Savage, junto con seis artistas más disfrazadas de limpiadores, se colaba en las salas del Centro Pompidou Málaga para denunciar la invisibilidad de la mujer –incluso cuando limpia un museo–, y los discursos que acotan el papel de la mujer en relación al sexo, la sumisión, el deseo, la pareja y la identidad. Hasta que el Servicio de Seguridad las expulsó con sus valletas en alto. Algunas cosas más sucedieron, más las que voy preparando como el libro de Francisco Morales Lomas que presento mañana en el Ateneo, la cita con la exposición de Fernando de la Rosa a la que debo mirada por escrito, y la tarea de ir contándolo para que ustedes disfruten o se enriquezcan con la felicidad de la que yo gozo en el alambre de los oficios de la cultura.
*Guillermo Busutil es escritor y periodista
www.guillermobusutil.es
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