Pepa Flores es una metáfora de nuestros mejores sueños y compartió nuestras peores pesadillas. Ella no necesita tanto el Goya como el Goya le necesita a ella
Pepa Flores no es una persona, sino una metáfora. Al menos para los que echamos los dientes en las proyecciones toleradas de los cines de barrio –olor a zotal y orines, palomitas y humanidad-, entre “Un rayo de luz” y “Cabriola”. Por entonces decían que ella se llamaba Marisol y su sonrisa era la de la tecnocracia porque simbolizaba el alivio de luto de la posguerra, el technicolor que estaba a punto de vencer al blanco y negro del No-Do.
Para el imaginario ibérico, aquella actriz minúscula y pizpireta que había descubierto Carlos Goyanes en los coros y danzas de Málaga, era el equivalente a un Seat 600 en el país del gasógeno, el símbolo de una infancia que desconocía la existencia de los niños robados o los de Moscú, los de la nana de la cebolla que coreaban Mambrú se fue a la guerra, aunque no volvió por Pascua ni por Navidad.
Nos sacaba diez años pero no lo parecía: durante mucho y en secreto fue mi novia, porque nuestras edades se iban aproximando a medida que reponían las películas en las sesiones dobles del fin de semana o en los televisores de 19 pulgadas que le hicieron creer a la clase trabajadora que tenía derecho al ocio. Ahora, cuando la Academia del Cine pretende entregarle un Goya a su carrera cinematográfica –otra cosa es que acuda a recogerlo-, me deslumbran todavía sus dientes blancos frente a mis mellas, su voz aguda rompiendo un tiempo de silencio, su rebeldía frente a un personaje que le había sido impuesto por la industria, los magazines de moda, el maldito parné, ya saben.
La vida era una tómbola, pero aquella muchacha decidió jugar con otras papeletas. Tuvo elección y decidió ser ella misma. La mujer posteriormente llamada Pepa Flores ejerció el derecho a llevar su propio nombre frente al que le había fabricado el marketing de la gran pantalla. Para ello, vivió un largo proceso que podemos rastrear, por ejemplo, a través de las páginas de “Marisol-Pepa Flores: un corazón rebelde”, de Luis García Gil. Su destino corrió parejo al de su país: nació para el gran público justo cuando Mr. Marshall evitaba a Pepe Isbert pero las bases norteamericanas empezaron a traernos leche en polvo, chicle, misiles y rock and roll.
El buen rollo de sus primeras películas era tan naïf como el ingenuismo de quienes habían sobrevivido a los años de plomo de la dictadura y no tenían más remedio que pensar que incluso en el franquismo podría haber finales felices, con tal de que no te metieras en líos. Lo que ocurre es que, como algunos pero no todos de entre sus coetáneos, ella se lió. La manta a la cabeza, el pasquín bajo el brazo, la hoz y el martillo frente al cara al sol. Su 68 fue Antonio Gades, o viceversa: el flamenco pasado por Bertolt Brecht, la belleza por encima del entretenimiento, las raíces de su pueblo oreándose en Tokyo o en Times Square. Fuenteovejuna, todos a una, el centralismo democrático, las redadas, las hostias patrocinadas por la brigada político-social.
Definitivamente, había vuelto de Río siendo otras y tuvo cuatro bodas, aunque no todas en la vida real. Leyendo entre líneas la prensa de Fraga o bajo la voz gangosa de La Pirenaica, formó parte de nuestra gauche divine, que con la escasa izquierda que había por entonces frente a la apoteosis de camisas azules y sotanas del Opus, lo mismo da que fuera divina, con tal de que fuese. Entre las asambleas de Comisiones Obreras y la zafra en la Cuba de la revolución, Marisol fue dejando lentamente de serlo, como si fuese languideciendo al mismo tiempo que los sueños y utopías que habían concebido la idea de que la reconquista de la democracia iba a ser como un bálsamo de fierabrás contra los eternos demonios de este país de todos los demonios.
Siguieron pelis y canciones, bulos del papel cuché, fotos con el puño en alto. Ya no valía cantar lo de doce cascabeles tiene mi caballo. Marisol se vestía de negro para viajar a la galería de perpetuas de las prisiones de entonces o del pasado. Fue su último álbum con ese nombre. El único que firmó como Pepa Flores fue compuesto por Luis Eduardo Aute y sigue siendo muy buscado en los incunables vintage de las tiendas de vinilo.
Su rostro y su voz grave cantiñeando en “Carmen” de Carlos Saura, sus últimas actuaciones con Víctor y Diego entre sus músicos, se fueron desvaneciendo como una Howard Hughes de andar por casa, sin todos sus millones pero con el mismo derecho a desaparecer, a pegar las espantadas de la realidad cuando haga falta, a romper el guión y dejar a un lado del camino cualquier hoja de ruta que no quiera seguir.
Excéntrica, le llaman. Que qué se habrá creído. Lo que ella quiera creerse.
Es una metáfora de nuestros mejores sueños y compartió nuestras peores pesadillas. Ella no necesita tanto el Goya como el Goya le necesita a ella: ya saben que el cine suele ajustar cuentas con su propio pasado y si en su alma existe todavía un diminuto resquicio llamado Marisol, el mejor premio que podrían concederle quizá fuera en que, en el arcano, alguien sencillamente le diga vete a jugar a la calle con los otros niños, aprende a crecer sin un foco en la cara y sólo hagas caso a la vida cuando griten silencio, se rueda.
Juan José Tellez
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