jueves, 14 de diciembre de 2017

Dime que me quieres ... Antonio J. López

Se quedan insípidos los besos pedidos, los halagos esperados al preguntar cómo me queda la camisa nueva, las menciones en una red social con el único objetivo de que venga de vuelta un ‘Me gusta’. Dime que me quieres o, al menos, que te gusto. Por aquí llevamos más de dos años pidiéndole a los señores del Centre Pompidou de París que nos digan que nos quieren. O mejor, que nos digan durante cuánto tiempo tienen previsto querernos, en un ejercicio lastimoso de la situación de inferioridad que hemos adoptado en este acuerdo. Porque los señores del Pompidou nos explicaron desde el principio que íbamos a ser un ligue, un rollo de verano, como mucho. Pero aquí andamos nosotros –los periodistas incluidos, ojo– preguntando en cada visita de los jefes de París cuánto van a quedarse. Y mira que lo dejaron claro, que para eso son franceses. Firmamos un papel, incluso, como esos contratos prematrimoniales que vemos en las películas americanas y dice que lo nuestro durará cinco años, puede que diez, de aplicarse la prórroga que ya empiezan a negociar los el Ayuntamiento con los del Pompidou.


El alcalde de la ciudad ha marcado el tono general de una representación colonial impregnada de un sentimiento de inferioridad que alcanza uno de sus signos más ilustrativos en el pavor contenido ante la posibilidad de no ampliar esta relación otros cinco años. A poco que tiene la oportunidad plantea la larga vocación –«ilimitada» dijo el lunes– de un convenio nacido con fecha de caducidad y así el alcalde se va pareciendo a ese personaje de una película de Almodóvar que imploraba a su pareja que no le abandonase con un argumento imbatible: «No hace falta que me quieras, yo te querré por los dos».

Puestos a plantear el asunto del Pompidou como lo que es al fin y al cabo, un matrimonio de conveniencia, quizá nos haga bien recordar que al enlace aportamos una dote nada desdeñable, capaz al menos de hacernos conservar cierto amor propio. El centro parisino cuenta con una de las tres colecciones más importantes de arte moderno y contemporáneo de todo el mundo. Perfecto. Se ha constituido en una marca planetaria. Sensacional. Pero de este lado también ponemos mucho de nuestra parte para que esto funcione. Por ejemplo, dinero. Una sede de 6,7 millones de euros y un presupuesto anual de otros 4,7 millones, de los que casi la mitad (2,07) se van en el canon pagado al Pompidou por el uso de sus fondos, los transportes, los seguros y el «apoyo técnico» en el montaje de las exposiciones. En los cinco primeros años, la ciudad habrá destinado 30,2 millones de euros a esta relación, de los que 10,35 millones habrán ido al Pompidou. Si cumplimos una década a este ritmo, serán 53,7 millones de euros en total con 20,7 millones en particular para el centro francés.

Pero más allá de la guita, los dos años y medio de vida del Pompidou han servido para demostrar, sin asomo de chovinismo, que no poco de lo mejor que se ha visto en el Cubo ha venido de la mano de los agentes locales, de la producción propia del equipo autóctono. La danza de Rocío Molina, la intervención de José Medina Galeote en las escaleras interiores y el fraseo lírico de Elphomega a los pies del Cubo son algunos ejemplos a simple golpe de memoria de lo ofrecido desde aquí al programa cultural del Pompidou sin que el supuesto listón baje un milímetro en la calidad y la pertinencia de las propuestas.

La delegación del Pompidou ha presentado esta semana su exposición de larga estancia, esa a la que llaman ‘semipermanente’ como llamamos ‘salir’ una relación que al menos por la parte masculina tiene más que ver con ‘entrar’. La muestra estará visible hasta 2020, cuando expira el primer plazo del acuerdo con la institución francesa. Y ahí vamos preguntando si habrá más, si nos seguirán queriendo otro rato.

Alguien a quien quiero y admiro maneja una teoría doméstica que me parece aplicable a este caso. Habla del ‘síndrome del tendero’ para ilustrar ese afán nuestro por agradar hasta coquetear con el servilismo, con el suicido intelectual y emocional que borre cualquier aspiración propia que no pase por atender el negocio desde el otro lado del mostrador. Y en mantenernos tan ocupados repitiendo que el cliente siempre tiene razón quizá se nos ha pasado por alto la posibilidad de que el cliente seamos nosotros.

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