Esas maravillosas personas que te aplastan con su bagaje intelectual preguntándote: "Conoces a Fulano de Tal que hizo no sé qué en el año no sé cuándo?".
Por un instante me entra una seria duda de índole existencial y empiezo a cuestionar mi valía personal, porque mi ignorancia vuelve a manifestarse en toda su grandeza.
Entonces digo con auténtica humildad: ilumíname, criatura de Dios. (Aunque en ocasiones me entran ganas de preguntarle a mi interlocutor si sabe cuántos hercios tiene "la" internacional y si puede hacer el paso del son marcando la clave 3-2 con las palmas y cantar un montuno a contratiempo a la vez, porque soy más de "ser" y de "saber hacer", que de un "saber" infinito e infinitamente estéril).
De pequeña, en cuanto supe juntar las letras y entender lo que decían, leer se convirtió en una obsesión, sobre todo porque mis padres eran unos lectores competitivos que después de leer un libro se liaban a debatir el argumento y los detalles más insignificantes. Mi casa abundaba de páginas blanquinegras cuya cantidad crecía incesantemente, pues mi padre no perdía la ocasión de comprar los clásicos y los contemporáneos que llegaban a las librerías.
Recuerdo que el libro que yo abría con frecuencia era "El mundo marino" - enorme y pesado, de tapa rígida azul, con fotos preciosas de toda clase de bichos marinos, entre los que me gustaba muchísimo el caballito del mar. Ese libro yo no lo leía, sólo miraba las fotos, porque ya en aquel entonces y de manera inconsciente elegía la información que quería absorber. Pensaba: para qué quiero saber de qué se alimenta el caballito del mar si lo que me interesa en realidad son sus colores? De hecho, no sé qué come el caballito del mar...
Otros libros sí los leía con un bolígrafo en mano y un cuaderno donde apuntaba las ideas más brillantes y las frases más deliciosas. Una vez terminado el libro, se me olvidaba su título, porque la esencia ya la había recogido, resumido y asimilado.
Cuando iba al cine, traía de vuelta las imágenes, los movimientos, las expresiones, las notas, las sensaciones, mil cosas, menos el título…
Desde el comienzo de la era digital la cantidad de la información está creciendo de manera exponencial y nos tiene en un estado de "infoxicación" crónica. Por eso, y para conservar mi paz y mi salud psico-emocional, desde hace veinte años vivo sin tele: me niego a recibir lo que las instancias superiores decidan volcar en mi retina. Si quiero saber algo, elijo "cuándo, cómo y dónde" aprovisionarme de la información, que aún así sigue siendo subjetiva, recogida por un ente, analizada y maquetada por otro y publicada por un tercero. La única fuente de información válida para mí es mi propia experiencia empírica, igualmente subjetiva, sobre la que construyo mi realidad y mi verdad, personal e intransferible.
Hoy no me importa decir: "no lo sé", y mucho menos me importa decir "ni quiero saberlo".
No tenemos la obligación, ni la necesidad, ni la posibilidad de saberlo todo, ni siquiera aquello que pretende englobar el inabarcable término de la "culturilla general".
Afortunadamente, la edad, la experiencia y la libertad me permiten ostentar mi sinsaber con un mayúsculo "sólo sé que no sé nada y cada vez menos".
Tatiana Minina
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