De un lado, una razón. Del otro lado, otra. De un lado, una pistola, del otro una piedra. O viceversa, tanto da. Una guerra que no puede ser ganada frente a una guerra que no puede ser perdida. De un lado una flota de F-18, del otro un puñado de aviones secuestrados. De un lado un portaaviones, del otro un chaleco bomba. De un lado un hombre sin escrúpulos que manda bombarderos, del otro lado un hombre que manda niños. De un lado una empresa que vende armas, del otro lado una empresa que las compra.
De un lado unos políticos sin escrúpulos que inician guerras y masacran porque su Dios se lo manda, del otro lado unos que dan la espalda a los desvalidos, a los hambrientos, a los cansados, a los afligidos a pesar de lo que les manda el suyo. De un lado una sociedad fuerte y convencida a la que asiste el derecho y la moral, y que no va a rendirse jamás. Del otro lado, otros que creen ser exactamente lo mismo y van a hacer exactamente lo mismo.
De un lado unas leyes y un derecho acrisolados por el tiempo y la tradición y un Dios eterno, único, verdadero, que predica la paz y el amor, así como un proselitismo adecuado a las circunstancias. Con unos pocos extremistas, pero esencialmente una religión de concordia. Del otro lado, otros que creen ser exactamente lo mismo y tienen unas escrituras reveladas para probarlo.
De un lado una madre alza sus ojos al cielo con los ojos arrasados en lágrimas, con un grito sordo y eterno, con un hijo muerto en los brazos. Con una infinidad de noches frías, de cumpleaños, de festividades, de sillas tan vacías como el hueco que quedará en un corazón que nunca volverá a calentarse, para el que nunca habrá suficiente alegría, suficiente calor, suficiente amor, suficiente significado. Para el que la noche oscura del alma no tendrá nunca un nuevo amanecer.
Hace mucho tiempo que dejé de saber cuál era un bando y cuál era el otro. Cuál era el bando correcto, y cuál era el bando de los que creen ser exactamente lo mismo. Quizás porque no hay ninguno. Y ya solo me queda llorar por la violencia sin sentido. Llorar por la razón. Llorar por la pistola. Llorar por la piedra. Llorar por el chaleco bomba. Llorar por el F-18. Llorar por el niño y por el invasor. Llorar por las guerras que no pueden ser ganadas ni pérdidas. Llorar por la indiferencia y la ignorancia. Llorar por el terror y por los que lo explotan. Llorar por el comerciante sin escrúpulos y el comprador sin escrúpulos. Llorar por la confusión, la rabia, la pena, las noches en blanco de tantas madres. Llorar por la sangre que se ha derramado. Llorar por la sangre que se va a derramar. Llorar aún más por la inevitabilidad de la sangre y por la futilidad de la muerte. Y pensar: ¿para qué?
¿Para qué?Juan Gómez Jurado
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