Artista del hambre, hijo del pueblo y penúltimo representante del viaje a ninguna parte. Chiquito de la Calzada se coló en el corazón de una sociedad acostumbrada a lo agreste por la vía sentimental y blanca. Un hombre inofensivo, ya casi vencido por la vida al que quisimos sentar a nuestra mesa. El pobre de 'Plácido' que además nos traía la risa y desde una intuición iletrada le hacía cosquillas a nuestra presunta inteligencia. Producto malagueño donde los haya. Largueza, ingenio y creatividad. Todo eso añadido a la ciencia de la calle, el polvo de los caminos y la comida escasa de las malas pensiones y las peores compañías. Un compendio de todo lo que un buen padre quiere mantener lejos del alcance de sus hijos y que, al modo de los antiguos bufones, sólo sirve para hacer un paréntesis en la vida laboriosa. Un desvío.
Hombres de provecho que Chiquito, desde la Calzada de la Trinidad, sólo había alcanzado a ver de lejos. Emprendedores con andaderas, fauna protegida. Trapecistas con red. Una raza desconocida para quien desde la infancia consideró el tablao y el escenario como la cumbre más alta que nadie pudiera alcanzar jamás. Chiquito, como tantos de su estirpe, hizo de su vida entera sueño y paréntesis. Y la vida, por una vez, quiso ser justa y corresponder a su pasión. La risa de Chiquito viene del hambre, de la picaresca y del doblez. Es el surrealismo de quien no conoce la academia del lenguaje y lo inventa, del que crea imágenes insólitas y metáforas que desde el absurdo lanzan una estocada luminosa y disparatada al raciocinio, un chispazo clarividente que rompe el orden adormilado de la lógica. Es lo que hacen los artistas y es el alambre por el que con su paso sincopado siempre se movió el humor de Chiquito.
No era un chistoso al uso ni hizo de la boina y la garrota su gracia. Sus chistes podían ser soberanamente malos, pero eso era lo de menos porque lo que importaba era el cómo, el personaje, el espectáculo de ver a un hombre humilde escapar del naufragio. Frente al personaje cazurro estaba el ladino portuario, el fenicio que cambia arte por pan. Pocos escritores contemporáneos han incrustado en el lenguaje la mitad de palabras y expresiones que Chiquito. O las han desempolvado del remoto baúl familiar. Cambió el amor al flamenco, donde había sido un ignoto cantaor, por la parodia de los humoristas profesionales. Juergas de señoritos, madrugadas de intemperie, viajes estrafalarios sustituidos por una fama repentina y sonora. Allí donde otros habrían empezado a padecer la carcoma del fracaso, Chiquito encontró el grial tan largamente buscado. El invento fue él mismo. El filón no estaba en los lejanos escenarios de Madrid ni en las remotas casas discográficas, sino en el corazón del barrio de la Trinidad. En ese espejo al que cada mañana se asomaba un hombre humilde -y al decir de todos bueno- que se llamaba Gregorio y que ya para siempre fue Chiquito.
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