De ahí puede salir de todo, la mayor genialidad y la peor barbaridad, pero es el único oasis real de absoluta libertad. Esa que tanto molesta, incomoda, ofende y horroriza y es que tan poco acostumbrados estamos a ella, que cuando nos revienta en la cara nos deslumbra y ciega y hay quien no es capaz de digerir que ante la libertad solo queda mamar y que la opción como espectador queda reducida, que no es poco a si consumirla o no, o lo que es lo mismo si mamar tragándosela o sin tragar, pero no es una opción la prohibición. El mal gusto no se puede prohibir por Ley y que algo no te guste a ti, aunque te parezca increíble, no es suficiente argumento para marcar la legislación, y abrir la puerta a las prohibiciones nos lleva a que alguien se erija moralmente por encima de otro alguien quedando herido de muerte cualquier ejercicio de libertad. Sobre todo porque en ese caso suelen ser los de arriba los que prohiben a los de abajo y eso es justo lo contrario de lo que pasa en Carnaval. Porque no habéis entendido nada. Nada. En Carnaval canta el pueblo, habla la gente, y entonces el arte que siempre quedo en manos de los aristócratas y burgueses que como no tenían que ir a la mina, al campo ni a los astilleros podían escribir, componer y pintar, pasa de manos y lo ejerce el gran bajunerío, la chusma selecta que diría el filósofo, o por hablar bien claro… nosotros… los pobres. Y eso es lo que les jode, que en carnaval los pobres cantan, los pobres hablan, sin censura, sin control, en absoluta libertad. Y aquí esta su esencia más maravillosa. El arte es libre cuando no hay nada que temer y no hay nada que temer cuando no hay nada que ganar y mucho más cuando no hay nada que perder. Y la única versión heroica de todo esto es cuando estás dispuesto a perderlo todo, pero en el caso de los pobres el truco está en que nuestro todo han conseguido que sea tan poco que se parece demasiado a nada. Y es ahí cuando desaparece el miedo.
Manu Sánchez
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