Pero esta tendencia a narrar el drama desde el amarillismo entraña el riesgo de que acabemos confundiendo realidad y ficción, aunque tampoco supone una novedad. Convivimos con la muerte en el primer café, en cada almuerzo, en cada cena. El drama se cuela entre sopas y filetes pero ya no nos interrumpe la digestión. Los conflictos, los dramas personales, los actos terroristas, todo adquiere forma de capítulo de serie producida por Netflix. No extraña, educados como estamos en la falta de compasión, que dos periodistas se burlen de la desaparición de Blanca Fernández Ochoa. Aquello no les incumbe, forma parte de la telerrealidad que desde hace años consumen como dibujitos animados. En 'Matar a Platón', Premio Nacional de Poesía en 2004 (los premios, esa otra ficción), Chantal Maillard relata un accidente. Un hombre es aplastado por un camión. Una mujer lo observa y está a punto de responder naturalmente a aquella imagen terrible, pero su acompañante recuerda que el sesenta por ciento de los muertos por accidente en carretera son peatones y ella deja de temblar: «A punto estuvo de creer que algo / anormal ocurría, / algo a lo cual debía responder / con un grito, un espasmo, / un ligero anticipo de la carne / ante la gran salida, pero no: / aquello es conocido y ya no la involucra; le pertenece a otros. Y él añade: 'Han llamado / a una ambulancia', y ella se relaja, / su angustia la abandona: / el orden nos exime de ser libres, / de despertar en otro, de despertar por otro».
No se trata de asumir un buenismo de convento, de arrodillarse, teatreros, ante cada mala noticia, porque obviar la desgracia no nos haría mejores sino más ignorantes, pero resulta urgente evitar esta falta de humanidad a la que conduce la espectacularización de la realidad, recuperar la capacidad de ponerse en la piel de otros. Es una de las cualidades, en desuso, que nos distingue del resto de animales. Aunque también podemos despellejarnos vivos y comernos las sobras luego, antes de que alguien lo cuente en directo.
Alberto Gómez
Diario Sur
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