Una de las sensaciones más bonitas que experimenté de pequeña fue el salto de trampolín. Recuerdo subir por la escalera y situarme allí, en el borde de la tabla con una ilusión y felicidad a un paso de sentirme como un ave. Si bien la vida no deja de premiarme de manera constante con nuevas ilusiones y experiencias maravillosas, por algún motivo malévolo me las quita con la misma facilidad. Es como si me hubiesen destinado a esta existencia para aprender a perder y perderme, morir y resucitar.
Aquel maldito día me distrajeron los compañeros, perdí la concentración y di mi último salto al agua. La recuperación fue milagrosa ante el asombro de los médicos y entrenadores, pero no volví a saltar. Lo que nunca me imaginé hasta dónde aquella experiencia imborrable del salto de trampolín iba a influir en mi vida.
No tolero las situaciones que me hacen sentir como si estuviera en el borde sin poder saltar. Dejé varios empleos donde no me dejaron crecer, dejé los proyectos cuya trayectoria era un suicidio, dejé a las personas que no me dejaban abrir las alas. En el momento que tomaba conciencia de no poder dar el último paso y sentir como los dedos se despegan de la superficie firme y la libertad del vuelo te lleva a la cima de la felicidad, daba el paso atrás y abandonaba la situación, la cual de perpetuarse, terminaría frustrándome.
Y aquí estoy, en el borde del trampolín que nuevamente tengo que abandonar. Iba a ser un vuelo de dos, pero nunca llegaste a la altura.
Tatiana Minina
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