Interpretar a la princesa Leia era un trabajo pequeño y sencillo, algo que ella quería hacer para abrirse camino en la vida. Cuando los actores de 'La guerra de las galaxias' (1977) iban a viajar de Los Ángeles a Inglaterra para rodar, Debbie Reynolds llamó indignada a George Lucas para protestar porque su hija no volase en primera clase -no había presupuesto para más-. Lucas le pasó el teléfono a Carrie Fisher, quien le dijo a su madre: «Quiero viajar en turista como todos los demás». Y colgó el teléfono no sin antes indicarle a su madre una dirección muy concreta a la que podía dirigirse.
Carrie Fisher medía 155 centímetros, treinta menos que su compañero de reparto, Harrison Ford. En las tres primeras películas tuvo que rodar muchas de las escenas subida a una caja, para no perder ni un ápice de la férrea candidez y abnegación del personaje. En la vida le faltó caja a la que subirse, y por eso durante décadas tuvo que pelear contra su trastorno bipolar y sus adicciones, lejos de los focos y de las cámaras, huyendo de un personaje que la había devorado por completo. Su infancia y la fama convirtieron su vida en un infierno, pero al final logró un asidero con el que mantenerse a flote lo suficiente como para volver a mirar a los ojos a su compañero de reparto por cuarta vez en 'Star Wars. El despertar de la Fuerza' (2015).
Se ha marchado Carrie, desvanecida en el aire como aquellos en los que la fuerza es intensa, pero quedará, para siempre, la princesa Leia clamando por una única esperanza, adalid del clavo ardiendo al que todos podremos aferrarnos.
Juan Gómez Jurado
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