En Murcia, un grupo de diez o doce aguerridos defensores de la libertad y la fraternidad universal propinó una paliza brutal a una chica de veinte años por llevar una pulserita con la bandera de España. El asunto de la bandera nacional y los complejos y las iras que acarrea ya ha sido debatido por sesudos sociólogos y politólogos. Ni siquiera la fiebre pasajera del Mundial de fútbol pudo con ese asunto. Tiene que ver con los ancestros, la Guerra Civil y una serie de hechos seguramente ignorados por la valiente manada que atacó a la pobre chica y probablemente por la pobre chica. También tiene que ver con algo que estos días ha ocurrido en los límites de nuestra comunidad autónoma, en Despeñaperros. Casa Pepe. El enclave fascista en forma de venta que casi como un puesto fronterizo se erige en la división entre Andalucía y Castilla la Mancha.
El antiguo dueño de ese mesón de carretera, recientemente fallecido, se distinguió a lo largo de toda su vida por la defensa de unos valores ultraderechistas. Aunque su máxima devoción iba dirigida a Franco eso no le impidió que el nazismo fuese una de sus banderas ni que escamoteara elogios a Hitler. Poco antes de su muerte, entrevistado por una televisión local, añoraba a ambos dictadores y se lamentaba de su desaparición. En España estábamos faltos en estos momentos de uno o del otro -o mejor de ambos- ya que nuestra patria necesitaba imperisosamente de hombres de esa catadura moral. La del propietario del lugar difícilmente podía ser más baja. Según confesión propia, el género femenino era su debilidad, aunque dejando claro que la mujer donde debe estar es en la cocina, fregando o planchando. Una joya. Tan preciada, que el PP de su localidad, Almuradiel, tomó la iniciativa de conceder una calle a tan egregio vecino. Lo logró con el concurso de Ciudadanos, que no vio objeción, ni a favor ni en contra, a que se rindiera ese tributo al mesonero.
Para mayor gloria, un nutrido grupo de la Hermandad de Antiguos Caballeros Legionarios de Torremolinos acudió, con cabra, uniformes y cetmes incluidos, a desfilar en honor del protofacista. Brazos alzados a la romana, evocación del imperio, lágrimas por los tiempos gloriosos y escupitajos para esta España de hoy que, en términos del homenajeado, no es más que 'escoria'. Hay quien no quiere ver enterrado a Millán Astray, a Franco, a esa turba que en el claustro de la Universidad de Salamanca se enorgullecía de gritar «Viva la muerte y muera la inteligencia». En algunos países europeos actos de este tipo y declaraciones como las del mesonero acarrean penas de cárcel. Aquí no. Aquí hasta se les rinde homenaje con apoyo político. Eso sí, como reacción siempre tendremos a intrépidos defensores del progreso dispuestos a moler a palos a cualquier sospechoso de conservadurismo. Unos van y otros vienen, pero son hijos de la misma caverna. Miserables dispuestos a darlo todo por la patria. La suya y de nadie más.
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