domingo, 17 de julio de 2016

Tengamos la Guerra en Paz... por Juan José Tellez

Ochenta años después del inicio de la guerra civil, sería cuestión de acabar con ella. Haciendo justicia, reparando su memoria y restaurando la dignidad de las familias devolviendo los restos de sus parientes enterrados a mansalva y sin siquiera un nombre en la geografía del espanto español. Da escalofríos pensar que después de tantos años esas simples reivindicaciones sean interpretadas desde diversas esquinas del mapa patrio como gestos de resentimiento en lugar de reparación. Quienes apostamos por todo ello no queremos resucitar el cainismo sino, simplemente, acabar con él. ¿Resulta tan difícil de comprender? Por todas las victimas y contra todos los verdugos, mi artículo de "Público".
Tengamos la Guerra en Paz.

Con las cosas de morir no hay que jugar. Siempre hubo golpes de estado, desde la antigua Roma hasta la actual Turquía, aunque a veces ignoremos cual es el golpe real, si se tienen en cuenta el centenar de muertes y las redadas masivas entre el ejército, la justicia y la sociedad civil que está propiciando Recept Tayipp Erdogan, el martillo de los kurdos, desde que le ganó el pulso a los golpistas con la ayuda de la población y del Skype. Tampoco falta quien polemice sobre la naturaleza de los asesinos: sabemos que Mohamed Lahouaiej-Bouhlel, el diablo sobre ruedas que masacró la Niza del 14 de julio, no era Dennis Weaver ni lo dirigía el misacantano Steven Spielberg, pero ignoramos si era un simple psicópata, un fanático religioso o gozaba de ambas identidades; un carnicero en cualquier caso, desde los mandos de su camión zigzagueante, matando marcianitos de verdad en la Nintendo del paseo de los ingleses.


Es bueno que todo esté sometido a duda. Pero hay sucesos indudables con los que, sin embargo, intentan marearnos la perdiz. El 18 de julio de 2016 se cumplen ocho décadas de una guerra de nunca acabar, que comenzó con un golpe de Estado y derrapó como un camión loco asesinando a destajo a lo largo de cuarenta años y un día. Desde la recuperación de las libertades públicas y en el proceso de construcción de la democracia, se nos ha intentado sin embargo enmascarar la realidad hasta convertir las víctimas en verdugos y viceversa. Lo peor no ha sido que toda una generación –la mía–, primero por miedo y luego por desidia, no haya logrado sentar en el banquillo al totalitarismo español y a sus cómplices, ese reguero de casullas, gorras con borlones, charnaques con entorchados, camisas azules, ternos tecnócratas, delatores, chaqueteros y verdugos que no eran de Berlanga. Tampoco sigue siendo lo peor el hecho de que cunetas y cementerios estén llenos de fosas comunes, de cuerpos sin identificar y de poetas perdidos en un proceso de excavación tan insufriblemente lento como el de la aplicación de la ley de memoria histórica que sigue tolerando que nombres de asesinos identifiquen todavía calles, avenidas, plazas o lugares públicos.


Lo peor es que persiste un fascismo de baja intensidad que ya no necesita sacar a los tanques o a los regulares a la calle. El que mantiene y acrecienta los privilegios del Vaticano, cuyos obispos y cardenales madrugaron a la hora de alzar el brazo del saludo romano en la España nacional-católica: el Papa Francisco haría bien en pedir disculpas por aquella bendición del fratricidio. El que sella la impunidad de esa oligarquía que no sólo se beneficia de las amnistías fiscales sino de una legislación laboral que amordaza a los sindicatos, engrilla los convenios y somete a los trabajadores como si hubiéramos retornado al siglo XIX, esa centuria que Juan Rosell, presidente de la CEOE, relaciona con el trabajo fijo y seguro. Si la España de hoy traga, incluso por la vía de las urnas, con leyes mordaza y, en vez de Sección Femenina, dinamitan el ministerio de Igualdad, ¿a qué meternos en cintura con los leones de Rota, la Legión Cóndor y los requetés con sus campechanos curas trabucaires?


En vez de alocuciones radiofónicas de Queipo de Llano, al día de hoy, contamos con una división mediática que, en el mejor de los casos, ha deparado una cierta equidistancia entre los horrores de uno y de otro bando, como si fuera posible equiparar los excesos crueles de una guerra con la represión en la retaguardia o a lo largo de la posguerra: numerosas provincias españolas fueron tomadas por los rebeldes durante los primeros días de la sublevación y conocieron ejecuciones sumarísimas hasta 1942, como demuestra fehacientemente el caso de Cádiz, que no es precisamente el único. Por no hablar de las humillaciones, los desahucios, el exilio como única forma de supervivencia, los viacrucis carcelarios, la tisis en nuestras hernandianas prisiones, el certificado de adhesión al régimen, el aceite de ricino, las mujeres trasquiladas, el tráfico de niños, la censura, la tortura o el tiro de gracia.





En el peor de los casos, personajes como Pío Moa o César Vidal se encargaron de perfilar un revisionismo histórico con respecto a la contienda civil español bajo similares parámetros a la prohibición que pesó en media Europa en torno al revisionismo nazi del holocausto. Buena parte de la derecha española –y no hablemos de la extrema derecha—pasa de puntillas por el alzamiento del 18 de julio, como si fuera tan sólo el santo de bertas y federicos o el de la antigua paga extraordinaria del verano. Y llega a situar el origen del millón de muertos en la revolución de octubre de 1934, que fue abortada por el gobierno de la República y que no fue precisamente penalizada por las urnas en febrero de 1936. Sería como si la izquierda fijara la culpa de todo lo ocurrido en la Sanjurjada del 10 de agosto de 1923 contra la legitimidad republicana.


Ya no será posible, presumiblemente, enjuiciar a los instigadores y a los responsables directos de aquella matanza cainita: en su mayoría pasaron a mejor vida o están a punto de morir por sus ideas por muerte natural. Hubo ocasión de hacerlo y no pudimos o no quisimos: el juez Baltasar Garzón, casualmente, fue expulsado de la carrera judicial poco después de intentarlo. Ahora, la querella contra la dictadura franquista instruida desde Argentina por la jueza María Servini, al menos nos está sacando los colores de la vergüenza, al enjuiciar desde el otro lado del Atlántico las responsabilidades políticas y criminales en torno a la ejecución de Salvador Puig Antich el 2 de marzo de 1974, los cinco últimos fusilamientos franquistas -a tres militantes del FRAP y dos de ETA- perpetrados el 27 de septiembre de 1975–, y el asesinato de cinco trabajadores en Gasteiz el 3 de marzo de 1976, durante los llamados sucesos de Vitoria, cuando Manuel Fraga Iribarne, como ministro de Gobernación, pretendía que la calle fuera suya. La magistrada, hace un año, ordenó como un brindis al sol la detención preventiva de Rodolfo Martín Villa, José Utrera -suegro de Alberto Ruiz Gallardón-, y de otros cargos franquistas. Tan escaso éxito tuvo dicha petición como el exorto de esta primavera por el que la jueza porteña solicitaba a nuestra Audiencia Nacional la toma de declaraciones a todos ellos, así como a Antonio Carro Martínez, Alfonso Osorio García, José María Sánchez-Ventura Pascual, Fernando Suárez, el abogado Carlos Rey González, el exfiscal del Tribunal Supremo Antonio Troncoso y el exjuez Jesús Cejas Mohedano, junto con diversos miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como el Guardia Civil Jesús Muñecas Aguilar y el excomisario Ricardo Algar Barrón, los expolicías Antonio González Pacheco más conocido por el mote de ‘Billy el Niño’, Félix Criado Sanz, Benjamín Solsona Cortés, Jesús González Reglero, Jesús Martínez Torres y Jesús Quintana Saracibar, así como el médico Abelardo García Belaguer.


Fuego de San Telmo, probablemente. Pero menos es nada. Aquí nos resignamos a interpretar la Ley de Amnistía de 1977 como una ley de punto final. El ruido de sables, el consenso, todo aquello que trenzó la transición democrática, propició ese silencio que, ochenta años después del siniestro vuelo del Dragón Rapide, sigamos asumiendo que, como en la magnífica serie de Almudena Grandes, seguimos viviendo los episodios de una guerra de nunca acabar.


Durante estos días, diversas organizaciones claman por que se archiven en los desvanes del paisaje los restos de la simbología franquista que sigue presente en nuestro entorno. Qué menos. Qué poco. Al menos, una minoría de este país sigue en resistencia contra el olvido. El resto ha pasado página y le resta importancia a la necesidad de juzgar y condenar de una vez por todas a quienes secuestraron las urnas, deportaron a nuestros mejores cerebros y asesinaron a la heterodoxia sobre el paredón de su fanatismo. Quizá por ello resulta tan fácil acabar hoy con los derechos adquiridos durante siglos, sin necesidad de que el Convoy de la Victoria cruce nuevamente el Estrecho. Algo es algo, se conforman aquellos que aceptan, como en la canción de Raimon, que a veces la paz no sea más que miedo. No queremos la guerra quienes invocamos justicia. Tan sólo deseamos que los intereses de unos cuantos no se impongan sobre los de la mayoría. Sin embargo, de nuevo nos están venciendo. A menudo, incluso, sin disparar un tiro. Sus tropas económicas están, por si no os habéis dado cuenta, alcanzado sus últimos objetivos.
Juan Jose Tellez

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