martes, 4 de junio de 2019

Feria ... Por Antonio Soler

Llega junio y el paseo de Coches del Retiro madrileño se convierte en feria del libro. Allá van paseantes y gente de la industria. Entre el sopor y la desidia acuden los letraheridos a colocarse en su escaparate como prostitutas de Amsterdam con la juventud pasada. Cada año el dilema se vuelve más vivo en esta, y en casi todas, feria del libro. ¿Qué hacen los puristas, los exquisitos, los minoritarios, los punta de lanza en un lugar como este cada vez destinado de un modo más notorio a los hijos del 'best seller' y la literatura con parihuelas? Allá van con la calavera del compadre Hamlet, vagando entre colas que aguardan ver el rostro de un avistador de ovnis o de un fabulador de vampiros que nos roban la sangre a través de internet.

El escritor literario y con poco reconocimiento popular, ese que tiene ínfulas y quiere tratarse directamente con Stendhal, Conrad, o el borracho Joseph Roth, tiene un lugar incómodo no solo en este lugar sino en la sociedad en general. Es un artista sin laurel que entra en un raro bucle. Cuanto menos laurel, supuestamente más pureza. Y menos dinero, eso se sobrentiende. Llevan la llama y otros la fama. Alcanzan a rozar la piel y el sueño de la musa, mientras los otros le hacen de proxeneta a tan noble dama. Se mueve el escritor en un alambre fino. Hace de funambulista y la queja es su sintagma preferido. Alguno quiere apedrear a las instituciones porque dan, y es verdad, poco amparo. Otros miran con odio los pilares mismos de la economía de mercado, olvidados ya de que a los compañeros soviéticos les fue bastante peor en el gulag, o en el paredón.


Cuerda floja, terreno ambiguo para esta estirpe. Del público le llega un susurro, pero no un clamor. El territorio engañoso y dañino de la penumbra. Ni la bohemia ni el palacio. La mayor parte del gremio está en esa zona en la que las nubes pasan veloces y la oscuridad se hace tan súbita como el pasajero rayo de luz. Reserva espiritual, intelectualidad tan necesaria en su opinión como tan imprescindible para el coro de los profanos. Ni con la fama ni sin ella. Ni siquiera pueden aprender de los científicos, que directamente viven en las catacumbas de la sociedad y son sabios anónimos, intelectuales ignorados fuera de los departamentos universitarios y los centros de investigación por mucho premio Nobel que lleven a la espalda y mucha trascendencia que aporten a esta tribu alocada que llaman humanidad. No. A los escritores les ponen ferias, carruseles y tiovivos. Hay un crítico que, al revés que a los césares, les susurra al oído que serán inmortales. Y tienen alucinaciones. A veces hasta reciben el flash de un fotógrafo. Pero luego, al llegar la noche frente al espejo, le tocará decidir quién es y a qué sector de la tribu pertenece, si la bocina del carrusel suena en su honor o, simplemente, en esta feria de las vanidades, es un caballo de madera más.
Antonio Soler

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