Cuando a Juan Luis Cebrián aún se le tenía por un periodista íntegro y no por el ejecutivo -ahorrémonos los calificativos- en que, degenerando, degenerando, terminó por convertirse más tarde, el que fuera primer timonel de El País, el periódico que alumbró los inicios de una España que se estrenaba en su etapa democrática, reflexionaba en su libro titulado Cartas a un joven periodista sobre la realidad de una profesión compleja en una sociedad no menos complicada.
Juan Luis Cebrián se valió entonces de Honorio, un personaje ficticio que encarnaba de algún modo los sueños, anhelos y frustraciones de todos los que han participado del oficio de los periodistas, pero con la ingenuidad de quien, por ser aún virgen en la profesión, se cree inmune a todos esos males sobre los que se le está advirtiendo.
El viejo periodista aleccionaba al joven aprendiz -que, también degenerando, degenerando, terminó por convertirse en becario, a pesar de que con frecuencia no disfrutaba de beca alguna- sobre los intentos de injerencia del poder en la labor de los informadores, la ética periodística, los conflictos entre el derecho al honor y la vida privada cuando confrontan con la libertad de expresión y el derecho a la información, la vocación y la necesidad de formación de los periodistas, la influencia social de la televisión -internet y las redes sociales no eran en 1997 lo que son hoy- o los riesgos que conlleva la concentración de diferentes empresas periodísticas en muy pocas manos, entre otras muchas cosas.
Pero de lo que no advirtió Cebrián a Honorio en sus Cartas a un joven periodistafue de los bucaneros que surcan los océanos de la prensa, corsarios al abordaje de un pie engatillado, de esos piratas que han cambiado el parche en el ojo y la pata de palo por corbata de diseño italiano, smartphone y gin-tonic, filibusteros de la comunicación, a los que la verdad les importa sólo como moneda de cambio para sus intereses espurios, saqueadores de almas disfrazados de empresarios, émulos de Charles Foster Kane -remedo cinematográfico del magnate norteamericano William Randolph Hearst-, que sueñan, en sus delirios de grandeza, con tener algún día su propio Xanadú.
Son pésimos empresarios de la comunicación, capaces de afirmar sin ruborizarse que a los lectores les pasará desapercibida la merma de calidad pareja al desmantelamiento de las redacciones, que miden el trabajo de los periodistas en número de páginas -u «hojas», como las llaman algunos- editadas, que prohíben a sus empleados caminar por los pasillos de la casa con las manos en los bolsillos o visitar la zona noble sin llevar chaqueta, que protestan si el periódico sale demasiado «canijo» o si ven a pocos periodistas en la redacción por la mañana, porque no entienden que el verdadero trabajo se realiza en la calle, que hurtan el derecho a la negociación colectiva cuando las cosas vienen mal dadas y que no tienen pudor en despedir vía correo electrónico a sus trabajadores más veteranos, para cambiar su experiencia y su salario por «colaboraciones gratuitas por parte de terceros».
Yo prefiero llamarte Marcelo, como se llamaba el fundador de tu casa. Bueno, tu casa... El Correo de Andalucía es una de las pocas instituciones centenarias, junto con el Ateneo, el Sevilla y el Betis, algunas cofradías y la Cruzcampo, que sobreviven en una ciudad empeñada en borrar las huellas de lo que ha sido. Escuela de periodistas, su hemeroteca es memoria de una sociedad desmemoriada y sus profesionales los ojos de una ciudad cegada por la autocomplacencia. Y, en los últimos años, su cabecera ha sido también el juguete de un corredor de seguros con ínfulas metido a editor de periódicos. Zapatero, a tus zapatos...
Te aseguro, amigo, compañero, que sé por lo que estás pasando. No te voy a desear suerte, porque la suerte sólo la necesitan los tramposos. Te mando mi abrazo y mi aplauso. Por ti, por vosotros.
Ignacio Díaz Pérez
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