El torero Andrés Roca Rey sufre una seria voltereta en Málaga y se ‘cae’ de la feria de Bilbao. El cartel queda en un ‘mano a mano’ entre López Simón y José Garrido por imposición del primero y la posterior e inexplicable aceptación de la Junta Administrativa. Se cerró, así, el paso a otro torero joven -caso de Javier Jiménez, reciente triunfador en Las Ventas-, y el público, lógicamente, expresó su malestar.
El rejoneador Diego Ventura aún no ha debutado en los Sanfermines por decisión expresa de Hermoso de Mendoza, que manda en aquella plaza, ante el silencio culposo de la Casa de Misericordia.
Enrique Ponce, figura indiscutible, lleva años lidiando inválidos y demostrando que es un perfecto resucitador de muertos vivientes.
El Juli, otro torero que ha alcanzado la gloria por méritos propios, está encasillado en un encaste bondadoso y tullido que le permite mantenerse con comodidad en las alturas.
José Tomás, un diestro de leyenda, goza de unas rentables vacaciones. Erigido en fenómeno social, huye con descaro de la exigencia, y hace caja, (¡y qué cajas!), ante corridas muy escogidas en plazas sin responsabilidad.
No son más que cinco ejemplos, pero el toreo actual está plagado de casos como estos. Y de todos ellos se pueden entresacar dos conclusiones y una causa. Las primeras: por lo general, las corridas son un pestiño, y, en consecuencia, el público abandona las plazas.
La feria de Bilbao ha sido un desierto; en presencia de las figuras más reconocidas y con los toros más comerciales, las entradas no vendidas se han acumulado en las taquillas. El mismo caso se ha producido en la reciente feria de Almería. Madrid es un dolor cada tarde, y esta es la tónica habitual en todos los ciclos taurinos que se celebran en este país. La verdadera noticia es una plaza llena.
Y lo más curioso, -también lo más preocupante-, es que no sucede nada. Nadie se da por aludido. Está demostrado que las figuras no interesan, pero continúan en el palmito. Fracasan las empresas, pero ahí siguen. El toro está desaparecido, pero no importa.
¿Qué ocurre, entonces? (La causa) Ocurre que el toreo es una mafia, un grupo organizado para la defensa de sus intereses sin demasiados escrúpulos, que actúa al margen de sus clientes, a los que engaña y decepciona tarde tras tarde. Por eso, la gente no va a las plazas, porque está cansada de mentira y aburrimiento.
Una mafia cerrada a cal y canto que impide la necesaria revolución y el paso a los nuevos toreros. Y cuando alguno consigue entrar porque se le considera beneficioso para el sistema, se convierte en el peor enemigo de sus compañeros aspirantes. Por esta razón, entre otras, es tan difícil que los jóvenes triunfen. Si ser figura ya es más difícil que alcanzar el papado de Roma, el asunto se complica si el sistema obstaculiza y cercena los sueños de los que llegan. En dos palabras: que el negocio es de cuatro, y ya se esmeran en que no aumente el número de los que se reparten los beneficios. Por eso, los carteles son siempre los mismos, interesen o no a los públicos.
Además, el sector taurino no conoce la competencia en el sentido comercial del término. No existe regulación del mercado que promueva la ‘competencia justa’ entre los toreros y los obligue a un esfuerzo para conseguir el mayor número de clientes.
El toreo es un monopolio de cuatro figuras y cuatro empresas que imponen toros y compañeros. Abusan de su posición dominante y ofrecen a los clientes un producto que, a la vista está, solo interesa a los que se benefician de él. Vamos, que si el toreo fuera algo serio, no se le permitiría a José Tomás anunciarse en plazas de segunda con toretes de amable condición, del mismo modo que el Real Madrid no juega con el Alcantarilla C.F.
Por todo ello, -y por fuertes razones políticas y animalistas-, la fiesta de los toros desaparecerá más pronto que tarde. Pero no sucederá tal cosa por imposición de los que mandan, sino por la desidia de los que pagan.
Y todo ello sucede con la cooperación necesaria de unos periodistas -aquí nos incluimos todos- empeñados en cuidar, proteger y preservar la fiesta de los toros, y, en consecuencia, ocultar sus pecados.
El periodista, ya lo dijo el crítico Alfonso Navalón, “no debe erigirse en publicista del sistema”, ni en agradador de toreros, empresarios y ganaderos, ni en besamanos de todos ellos. El periodista debe buscar la verdad y contarla. Sin más.
¿Sufriríamos los anodinos carteles, los toros tullidos, las acomodadas e insulsas figuras y los dislates y profundas injusticias del mundo del toro si existiera una clase periodística comprometida y exigente con la fiesta?
Muy pronto, la fiesta de los toros será historia, y serán muchos los que, entonces, lamentarán su desaparición.
Pocos, sin duda, se acordarán del gravísimo daño infligido por la mafia del toreo, por ese reducido, compacto, rancio, viejo, inmovilista y egoísta grupo de taurinos que se reparte las migajas de un negocio condenado por ellos a muerte.
Quizá, entonces, López Simón lamente su oposición a ofrecer una oportunidad a un compañero; quizá, Hermoso de Mendoza recuerde a Ventura; quizá, Ponce caiga en la cuenta de que una retirada a tiempo es una victoria y muchos puestos libres para los jóvenes; quizá, El Juli entienda entonces que no se pueden lidiar borregos todas las tardes; y algunos empresarios comprendan, de una vez, por qué cada vez se vendían menos entradas. Quizá, a José Tomás le remuerda la conciencia de no haber ejercido el liderazgo para el que nació, y por haber aprovechado su leyenda para ganar mucho dinero fácil en circunstancias poco exigentes.
Quizá, entonces, este periodista se deba confesar de no haber sido más responsable y comprometido. Pero ya nada tendrá solución.
Antonio Loriga
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