Voy al kiosco de una de las innumerables plazas de mi barrio con la intención de instalarme en una terraza con calefacción de gas y atiborrarme de noticias horribles y artículos sobre el apocalipsis, cortados y algún zumo de zanahoria con jengibre. Está cerrado por traslado, así que me voy a otra plaza. El kiosco que recordaba ya no está allí, una vecina me dice que hace un año que lo cerraron. Con algo de inquietud en el cuerpo voy a otra plaza y allí sí que por fin puedo comprar todos los periódicos y revistas que quiero. Me pregunta el kiosquero si quiero una manta que dan con una de las publicaciones por cinco euros más y le digo que no. Hablamos unos minutos sobre la cantidad de cosas que un kiosco tiene que albergar en estos días, desde tazas a cubertería pasando por ollas, alisadores de pelo, robots de cocina y hasta drones. El kiosquero parece resignado y no le importa admitir que saca más con los chicles, los refrescos y las gominolas que con el papel. Me alejo con mi cargamento, venciendo la tentación de caer en un ataque de nostalgia de los grandes, diciéndome que mientras queden kioscos y gente que quiera leer las noticias en papel, manchándose los dedos de tinta y haciendo ruido al pasar las páginas, no todo está perdido. Ya instalada en la terraza, procedo a mi ritual: primero, sacar las noticias de deportes y alejarlas; luego, un repaso somero de los cuatro periódicos para avistar los artículos que a priori me parecen relevantes y dignos de leerlos a fondo y no de través; y, tras el segundo café, una inmersión en cultura, política internacional y política nacional, en este orden.
Tras el 9 de noviembre, evito cuidadosamente leer en profundidad los temas de Estados Unidos porque me deprimen profundamente: cada noticia, cada comentario, cada elección, cada nombramiento es la demostración de que las peores previsiones no son infundadas, sino que se quedan muy cortas. Pero me doy cuenta de lo fácil que es caer en un bucle de desesperación e impotencia que no lleva a ninguna parte. Es un tsumani de barro, donde la única opción posible es apretar los dientes y rezar para que ni Melania ni Ivanka lo convenzan para abandonar esa dieta insana a base de huevos y filetes de carne roja muy hechos.
He comprobado que una vez superada la sección internacional, la nacional siempre parece un poco menos dañina, menos relevante. Como les debe de pasar a los que compran los diarios deportivos cuando pasan muy por encima de los resultados de los equipos de tercera regional. Lo bueno del triunfo, el pasado 9 de noviembre, del productor ejecutivo del programa The apprentice (obsérvese que evito pronunciar su nombre, me da mucha grima) es que luego lees las declaraciones de los políticos de aquí y te producen hasta una cierta ternura.
Cuando termino con los periódicos y pago los cafés, paso por la farmacia para proveerme de ibuprofeno. La farmacéutica, al verme cargada con ellos, me dice: «Huy, yo hace mucho que no los compro, los leo en Internet. Así no te manchas los dedos de tinta».
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