sábado, 25 de enero de 2020

Los Goya tienen premio ... por Cristobal G. Montilla


Mientras en otra ciudad sería un acontecimiento puntual, aquí la gala del celuloide patrio llega con la naturalidad que avala su festival de cine español
Quizás deba empezar confesando que lo que hoy va a suceder me hubiera sonado a inocentada o a chiste malo no hace tanto tiempo. Hubiese tomado por majara o experto en ciencia ficción a quien me hubiera anunciado años atrás que los premios Goya iban a entregarse en Málaga. Lo hubiera encajado como una ensoñación de cabezada en el sofá en aquella época –para nada lejana– en la que entendía la llegada invernal del gran día del cine patrio como un divertido ritual. Arrancaba la hoja del periódico con los nominados y luego, por la noche, la pintorreaba para apostarme cualquier cosa en pijama con mi pareja, a ver cuál de los dos acertaba más ganadores mientras la tele vomitaba estatuillas cabezonas.

Bajo esta nueva fórmula de la Academia que tras la experiencia sevillana ha seguido subastando el evento más allá del madrileño kilómetro cero, al tratarse de Málaga los Goya tienen premio. Destilan un plus especial que trasciende el chascarrillo guasón o la rima grosera. Aunque en otra ciudad se trataría de un acontecimiento efímero y puntual, en esta 'isla' mediterránea la gala del celuloide nacional aterriza con la naturalidad y los méritos que avala su festival de cine español. Aquella apuesta que hace un cuarto de siglo traspasó la paradoja de que ninguna gran urbe de la piel de toro contase con una cita de referencia consagrada a la industria autóctona del séptimo arte.


La gran fiesta de los Goya debe entenderse como un escalón más que recompensa y le hace justicia a una labor impagable, que ha regalado en Málaga el primer aplauso con palmas sonoras de sus carreras a numerosos actores, actrices y directores de cine. La huella evangelizadora del certamen es ahora palpable en la propia sociedad malagueña, con propuestas cinéfilas que ya gotean todo el año hasta que el aire se transforma cuando explota a la par que la primavera. Quién no mira ya, aunque sea de reojo, a este festival. Yo mismo, me enganché a él en 2001 cuando aún se celebraba en junio con una cinta inaugural de Bigas Luna, Son de mar, en la que Leonor Watling y Jordi Mollá hacían suya la adaptación de la novela homónima de Manuel Vicent. Y, desde entonces, atisbo el regreso de cada una de sus ediciones como un antibiótico que frena en seco el avance patológico de la rutina.

Al igual que tantas cosas en esta carrera de fondo llamada vida, el festival ha crecido de menos a más, ha creado caldo de cultivo y públicos, ha superado baches y ha evolucionado hasta consolidarse camino de la madurez. Ahora, tiene al mejor capitán posible al frente de su implicado equipo. A un Juan Antonio Vigar que puede considerarse un pariente eficaz de su germen y el padre de la dimensión actual, en la que el cine prevalece sobre cualquier anécdota o moda.

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