Foto: L De Vicente |
En la capital gaditana, la palabra autor no tiene el mismo significado que en la SGAE. Allí, buena parte de los autores, al menos de los de otro tiempo, dejaron la escuela diez minutos antes de que los echaran. Y ensayan una suerte de mester de juglaría, pero colectivo, a mogollón, lo que también resulta una jartá de estrambótico si se tiene en cuenta que en Andalucía sólo nos juntamos en la cola del Inem. Pero ahí van esas pandillas que se pasan la vida ensayando, probablemente para huir de la dulce paz del matrimonio, y que terminan dando a luz a sus agrupaciones, en forma de coro, comparsa, chirigota o cuarteto que, otra paradoja, no tiene que estar formado necesariamente por cuatro componentes sino que, como la matemática es creativa, puede serlo de cinco, de tres o de los que sea.
Ese lugar es Cádiz, donde nada parece lo que es, como advierte uno de los personajes de una narración escrita por Félix Bayón para el libro Relatos de don Carnal, que hace años reunió las voces de, entre otros, Fernando Quiñones, Eduardo Mendicutti, Felipe Benítez, Jesús Maeso, José Manuel Benítez Ariza, Manuel Jesús Ruíz Torres, Rafael Ramírez Escoto, Rafael Marín, Félix J. Palma y Alejandro Luque. Fue un libro de encargo, que pretendía llenar un cierto vacío, el de la falta de ejemplos narrativos que vinculen el carnaval gaditano con esa otra literatura que no suele salir en sus agrupaciones, salvo para chotearse de ella, y a la que los culturetas llenan de mayúsculas y encendidos elogios.
Algo fue algo. Por sus páginas cruzaba la murga de Las Manolas por los muelles, o sucedía un sueño hipnótico lleno de arlequines, mientras se barruntaban imposibles orgías o hacían de las suyas aquel registrador de la propiedad, notario, catedrático de derecho mercantil y un teniente de alcalde a los que La Viña toda conocía por el generoso sobrenombre de Las Destrozonas, mientras el mar, más temprano que tarde, se tragaría a Cádiz todo, no tanto como una maldición sino como un destino.
Entre Quiñones y Pemán
Fernando Quiñones andaba convencido de que faltaba una gran novela sobre el carnaval de Cádiz. Claro que él, que llegó a escribir el repertorio del fallido coro La Atlántida, introdujo el reguero colorista de dicha fiesta entre las páginas de algunas de sus narraciones, desde Las mil noches de Hortensia Romero a El coro a dos voces, pasando por el pasaje veneciano de La canción del pirata, en el que Juan Cantueso compara las tradiciones carnavalescas de dicha ciudad y la capital gaditana: “El zarandeo carnavalesco estaba en todo. Ya eran lo de menos aquellos cortejos, mascaradas y pantomimas por el agua o en tierra y a cualquier hora, con neblinas o lluvias, o sin ellas. Con tanto forastero, ni la Virgen Santa que bajara puede allí aligerar el paso por las calles, ni encontrabas asiento en ningún sitio o, si te descuidas, ni cortezón ni migaja que comer, aun pagando su peso en oro. (...) Pero hasta no verlo con los ojos, no me creí yo que el Nuncio del Papa y los curas tuviesen que ir también de fantoches, llevando su narigón color berenjena o, cuando menos, su mascarilla de careta, porque, si no, quedábanse sin los poquitos que iban a sus misas y sus cosas, ni cumplía nadie con la Iglesia si no los veían a ellos cumpliendo con el Carnaval”.
Era la misma Venecia carnavalesca que va del Harry’s Bar de Ernest Hemingway a la estética de Stanley Kubrick en Eyes wide shut y que hace un par de décadas resucitó más como atracción turística que como tradición de siglos. Alejo Carpentier ya la describió en su preciso y prodigioso Concierto barroco: “Entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo naranja y amarillo mandarina, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes ajedrezados en añil y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en su solo vuelo que por segundo ennegreció el firmamento, huyeron hacia orillas lejanas”.
La calidad similar de la prosa del escritor de la ciudad de Hércules y el de la ciudad de las columnas no debe ocultarnos una diferencia esencial entre los carnavales gaditanos y venecianos. En los primeros, el disfraz sirve para esconderse y divertirse en la medida en que se gana en libertad tanto en cuanto se pierda identidad. En los segundos, para exhibirse. Venecia es un escaparate y Cádiz, un espejo cóncavo como aquellos que don Ramón María del Valle-Inclán frecuentaba en el Callejón del Gato, que inspiraron sus esperpentos, tres de los cuales agrupó, por cierto, bajo el título de Martes de carnaval.
El carnaval no tiene por qué ser siempre el mismo, ni la literatura tampoco. Ramón María del Valle-Inclán y José María Pemán brindan dos visiones completamente opuestas del mundo carnavalesco, llevado en ambos casos a la escena del teatro. La visión del carnaval que brinda José María Pemán en La viudita naviera está más sujeta al modelo gaditano y, quizá por ello, al costumbrismo. Enmarcada en el carnaval de 1895, la obra refiere la fallida boda de Candelaria con un capitán mercante, que recibe la orden de zarpar de inmediato hacia Cuba para un embarque de tropas. Allí, fallece. Su viuda empieza a ser cortejada por varios pretendientes, mientras afronta con su cuñada el porvenir de la naviera del difunto. En principio, el carnaval de Pemán parece ser un simple telón de fondo por el que discurren agrupaciones y referencias a la fiesta, salvo por una razón de peso estrictamente estética y que guarda relación con una de las máscaras reales de todo carnaval, la de parada nupcial, la de paisaje para la seducción, que es lo que centra en este caso la mirada del escritor gaditano, lejos de la denuncia social y política que enarbolaba Valle, quizás no sólo por ser de talantes bien distintos –uno era carlista y otro borbónico—, sino por estar escritas en épocas muy diferentes y desde óptimas geográficas yo diría que antípodas.
No recuerdo que Valle-Inclán haya recibido nunca el homenaje que se merece por parte de los letristas del carnaval gaditano y de todos los carnavales habidos o por haber. Sin embargo, Pemán suele aparecer periódicamente en el repertorio del concurso del Gran Teatro Falla. Ocurrió, por ejemplo, con el coro Batmonos que nos vamos, que resultó ganador del certamen en 1990 y que incluyó, con letra de Antonio Burgos y música de Antonio Martín, un tango de desagravio a Pemán tras el destrozo sufrido por su busto en el Parque Genovés de Cádiz.
Los otros autores del carnaval de Cádiz
Nunca faltaron escritores de vitola culta en el carnaval gaditano. Es el caso frecuente de Burgos, quien se ha asomado con cierta suerte, como autor, al concurso del carnaval gaditano. El propio Fernando Quiñones, en cambio, no tuvo tanta fortuna. Lo intentó con el coro La Atlántida, que no cosechó gran éxito, pero abordó tangencialmente el carnaval en su narrativa, como bien demuestran algunas páginas de Las mil noches de Hortensia Romero. Una de sus últimas entregas la constituyó El coro a dos voces, no se sabe si novela o relato, o ambas cosas, pero con un título traído directamente de las bateas del mercado cualquier domingo de carnaval. En los últimos años, el excelente poeta y narrador Miguel Ángel García Argüez ha logrado hacerse, en cambio, con un claro hueco entre los autores del carnaval gaditano, sin que estorbe su mester de clerecía laica en el de juglaría. Ni viceversa.
Hubo escritores de libro que bebieron del carnaval gaditano. Así, Los cinco destacagados, la sátira del poeta Rafael Alberti contra otros tantos dictadores, que publicó Calle del aire en plena Transición, rezuman tanto homenaje al afrocubanismo de Nicolás Guillén o Alejo Carpentier, como guiños a los trabalenguas gaditas, del que pudiera ser buena muestra aquel de “Don Juan Tenorio y los que fueron al velatorio” del año 74:
Alfadeina, casquete, fondillo,
Tilín, coloquín, del pillín, cebollaza.
Compañeri, al ataqui,
Afilati el sable, ruanillo,
Que está doña Ineti esperando el repaso.
Estos versos no fueron escritos por uno de esos poetas gaditanos que salen en los libros pero que no suelen salir a cantar sus versos por la vía pública. Ni siquiera ese niño ambulante con el que tanto queremos y al que tanto admiramos, cuyo nombre es Carlos Edmundo de Ory, que va disfrazado de postista y que, al pregonar el carnaval de Cádiz en 1983, dejó acuñados sobre la piel de las carnestolendas nuevos aerolitos como el de “Todos estamos enfermos de libertad incurable”, que proclamaba en su célebre "Padre Nuestro Cádiz".
Otros, como el autor carnavalesco Juan Carlos Aragón, han realizado el camino inverso, publicando varios libros de poemas y, a punto de aparecer en la editorial El Paseo, una novela titulada El pasodoble interminable, tras la reciente aparición bajo ese mismo sello de Carne de carnaval, la primera novela del poeta David Monthiel que nos presenta una pintoresca distopía, a la manera de Georges Orwell o de Aldous Huxley, pero en tierras gaditanas. Su pretexto argumental arranca con la desaparición y muerte del guitarrista Antonio Sibón, que pasa por ser el mejor punteao de la historia del carnaval de Cádiz –un picaíto retroalimentado con la comparsa Raza Mora—. El espontáneo detective Bechiarelli, que antes fue vigilante jurado, permanecía ausente de Cádiz desde antes del Bicentenario de la Constitución de 1812 y en estas páginas se encuentra con una ciudad en la que se está terminando de construir el museo del Carnaval y en donde el concurso lo retransmite ya, a escala estatal, Media Cinco, desde el Teatro Bankin Falla. Autores y componentes de comparsas, chirigotas, coros y cuartetos constituyen un star system que desfila por el mismo Cádiz de siempre, desde Vea Murguía a la línea 1 de autobuses que viene de la remota Puerta Tierra hasta orillar en el Río Saja. Los ensayos son vigilados por agentes de seguridad y la Corporación –una supraestructura política, económica y creativa— lo controla todo, entre Hiperión e Hipercádiz o Las Siete Palabras de Haynd y de la Santa Cueva, con mercados de fichajes a la manera del fútbol, entre ninfas y agujas de oro, citas de Ramón Solís, Pedro Romero o Julio Caro Baroja. La narración transcurre a la manera de un repertorio carnavalesco, desde la presentación a los pasodobles, cuplés y popurrís, incluyendo al carnaval chiquito y a través de una geografía humana en la que mandan los bares y una amplia ración de coplas que el propio autor pergeña con estilos diferentes para diferentes agrupaciones cantoras.
Atención a los protagonistas y los postulantes de esta obra, que figuran en una amplia relación inicial en la que David Monthiel les describe a la manera de los cluedos de Agatha Christie y en el que no pueden faltar desde El Macaca, el director de un coro emergente, a Luisfelipe, autor de comparsas críticas y Mérida Labres, autor de comparsas poéticas —adivinen quienes se ocultarán bajo dichos apelativos—, sin que falten los fanáticos de uno y de otro, entre antifaces de oro, mánager o incluso negros de autores carnavalescos. Como forillo de su argumento, lo mismo comparece el mundo clásico, con Telethusa al frente e inmobiliarias que se llaman Baal, hasta Eduardo de Ory o las leyendas del carnaval de todos los tiempos, desde Cañamaque al Libi, desde el Tío de la Tiza al Gome.
Los exteriores de esta novela median entre los ensayos de las coplas a las fiestas gastronómicas que preceden y prosiguen al carnaval propiamente dicho. Se trata de una batería de emociones que Bechiarelli evoca con las siguientes palabras, nada más que el Macaca le encargue la búsqueda del punteao desaparecido: “Los ensayos en el salón de actos de un colegio público. El colorista tipo de un coro. El pasacalle de una chirigota camino del Teatro Falla. Un hombre disfrazado de monja meando en una esquina. Una batea vacía. Aquella chica de Torredelcampo, dueña de un sábado de Carnaval. La purpurina. Voces recias cantando hasta romperse. Un camerino del Teatro Falla. La vida breve de una serpentina en el aire. Los jipis acampados en La Caleta. Una lluvia de papelillos recortados de revistas. Un chaparrón el martes de Carnaval. Ay, Carnaval, mi cárcel y mi libertad”. Como diría Antonio Martín en la presentación de su comparsa Entre rejas.
Entre Manuel Vázquez Montalbán, Petros Márkaris y Eduardo Mendoza, la novela tiene mucho de parodia de serie negra, pero desde un plano distinto al que Fernando Macías ensayó en El asesino de comparsistas y al que ahora imprime una vuelta de tuerca hacia el plano sentimental con Yo me enamoré de ti por culpa de los carnavales. Y si Antonio Hernández o Félix Bayón, entre otros muchos autores, abordaron el carnaval gaditano como trasunto de la picaresca y de la supervivencia, el marco ha dado para mucho más, como demostró en su día Rafael Marín al emplazar en dicha fiesta gaditana la acción de su novela gótica La ciudad enmascarada.
Cádiz importó de Génova la palabra carnevale, siglos más tarde de que Antonio de Nebrija registrara ya dicha palabra en español y mucho después de que el Arcipreste de Hita parodiara a los libros de caballerías en su célebre batalla de Don Carnal y Doña Cuaresma. Esto viene de antiguo y es nómada: Carlos Cano ya advirtió que Cádiz se duerme en La Viña y amanece en Grecia. Ese coqueteo entre lo popular y lo culto también se produce en los carnavales americanos, como el de Montevideo, que vive del mestizaje africano de las llamadas y de las parodias made in Cádiz. Una tradición que puede presumirse en algunos poemas de Mario Benedetti y en numerosos textos de Eduardo Galeano, en algunas canciones de Jorge Drexler o en el repertorio de murgas históricas como Araca la cana que, en lunfardo, significa “cuidado con la policía”, una advertencia que tiene tanto de literaria como de carnavalesca.
Entre Caballero Bonald y Paco Alba
José Manuel Caballero Bonald, en sus memorias, ha dejado testimonio sobrado de lo que supone el jolgorio carnavalesco para cualquiera que se adentre en esa ciudad que ya descubriera Pío Baroja, declarado amante de las coplas de Las viejas ricas y al que su sobrino, Caro Baroja, dedicara sus estudios carnavalescos; quizás en memoria de aquella novela que el autor de Las inquietudes de Shanti Andía tituló Locuras de carnaval: “En 1776 estaban prohibidos los bailes de máscaras y las exhibiciones de las mismas en Cádiz, pero las mujeres lanzaban cubos de agua desde los balcones a los que pasaban a su alcance, las gentes humildes se dedicaban al fandango y los gitanos a bailar un baile indecentísimo que se llamaba el Manguidoy”, recordaba Caro Baroja a Francisco Correal a propósito de los problemas similares que las censuras provocaron en heterodoxias festivas o literarias.
Para adentrarse en el carnaval que Armando Palacios Valdés entrevió en Los majos de Cádiz habrá que ir pertrechado con algunas guías de interés: Coros y chirigotas de Ramón Solís, reeditado por Silex; o El habla de Cádiz, de Pedro Payán, cuya enésima edición corresponde a Quórum Libros, editorial y librería que fletó El carnaval secuestrado, un ensayo de Alberto Ramos, sobrado estudioso de estos asuntos, y la espléndida investigación titulada Cádiz, cuna de dos cantes, obra de Javier Osuna. Los interesados en la antropología carnavalesca pueden rastrear ensayos tan variopintos como el que Ana Barceló dedicó a los tipos carnavalescos, el análisis del carnaval callejero que realizaron Abel Aljende y Carmen Guerrero –autores del estudio En la calle nos vemos—o La canción de Cádiz, escrito por Luis García Gil y los investigadores Javier de Castro y Alvaro Pérez.
Otro cantar –nunca mejor dicho— es la libérrima, ligera y divertida novela Ubi sunt, pisha?, de José Rodríguez Plocia, escritor con nombre de calle de picardía, con lo que no es de extrañar que sus páginas rebosen gaditanismos en ese carnaval perpetuo que es la vida cotidiana de una ciudad que no es que sea amante de las máscaras sino que la máscara le viene adosada con el ADN, pues, ¿qué otra cosa, sino máscaras y espléndidos disfraces que nos siguen dejando de piedra, son los sarcófagos fenicios que se conservan en el museo provincial gaditano?
Entre el carnaval vivido de Rafael de Cózar al recorrido por la prosa de Antonio Hernández se suman otras visiones más jocosas de la fiesta, como ocurriera con la narrativa del autor jerezano Juan Bonilla con Nadie conoce a nadie.
Pero el carnaval es, en sí mismo, literatura, no hay que olvidarlo. Literatura oral, que ha dado ejemplos tan punteros como, en el caso de Cádiz, el repertorio de coros, cuartetos y chirigotas, con autores tan literariamente impecables como Antonio Martín, Antonio Martinez Ares, Jesús Bienvenido, José Antonio Vera Luque, Antonio Rivas, Miguel Romero –el ex director de El intermedio promovió el célebre Cuarteto de Rota—, Faly Pastrana, Tino Tovar, Kike Remolino o Germán García Rendón, entre muchos otros. Por no hablar de los coros que resucitó la transición como Los Dedócratas, La Guillotina o Los camaleones, que acuñaron aquel célebre estribillo a la salud de los antidisturbios que reprimían las primeras manifestaciones de astilleros y que rezaba: “Las balas de goma / dan mal resultado / pelotas nos sobran / a los gaditanos”. Autores como Pedro Romero, los hermanos Rosado, José Luis García Cossío El Selu, Manolo Santander o el Gómez dignifican sobradamente, desde otro ángulo lírico, su mester literario. Pero no se trata de una novedad, ni este fenómeno se circunscribe estrictamente a Cádiz.
Y es que hay un diálogo entre la poesía popular carnavalesca y la otra poesía, la que suele oler a cerrado aunque pueda llegar a volar más lejos. El vaporcito de Paco Alba, ¿acaso no está charlando con aquel barquito de vapor de Fernando Villalón, que estaba hecho con la idea de que en echándole carbón navegue contra marea? Mientras Rafael Alberti, un amante confeso de los carnavales, escandalizaba a Madrid con una obra de teatro en la que la Virgen se le aparecía a los capitanes sublevados en Jaca a favor de la Segunda República, en Isla Cristina, por las calles, se cantaba otro tanto, como demostraba el coro El empastre musical de 1932.
Galán García y Hernández
nunca te olvidaremos
y vengaremos tu muerte
ejecutando en venganza
a Berenguer y Alfonsete
y consolidar el nuevo régimen.
nunca te olvidaremos
y vengaremos tu muerte
ejecutando en venganza
a Berenguer y Alfonsete
y consolidar el nuevo régimen.
Si, como Javier Osuna propone en su libro ya mentado, Federico García Lorca se pregunta “Entre italiano y flamenco,/ ¿cómo cantaría Silverio?”, el carnaval le responde, en forma de tango con letra de Paco Rosado y música de Cañamaque:
Le nombraron en Cádiz rey del flamenco
Y en verdad le decimos que no era cuento
Dicen los que escucharon
La cabal de Silverio
Que en su vida pensaron
Que hubiera un cante con más misterio.
Y en verdad le decimos que no era cuento
Dicen los que escucharon
La cabal de Silverio
Que en su vida pensaron
Que hubiera un cante con más misterio.
Escribía Bartolomé Llompart que el carnaval es periodismo cantado. Pero es mucho más: es literatura y teatro, música y estética, alegría y sátira, a caballo entre el caricato, el bufón, el epicentro entre la zafiedad y la más elegante ironía cortesana. Falta una gran novela carnavalesca –Fernando Quiñones tenía razón—, pero los textos que ya existen en el catálogo de nuestra memoria, no sólo brindan una visión exagerada y chusca de la realidad, aunque no siempre la maquillen sino que suelan denunciarla.
*Juan José Téllez es escritor, periodista y presidente del jurado del carnaval de Cádiz 2017.
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