Un paraíso con lindes, con los mojones que delimitan la comarca
electrificados. Es la aspiración de los mediocres y los temerosos. El
localismo puede tener una vertiente pobre, en un descuido puede rodar
hasta la más desoladora miopía intelectual. Sólo contemplado como un
reflejo del resto del mundo, como una molécula hermanada con un
organismo superior, puede tener sentido y resultar enriquecedor. Ese
quizás sea el trasfondo del debate, a dos vueltas, que se ha completado
anteayer alrededor del eje Sevilla-Málaga. Periodistas, sociedad civil,
intentando ahondar en las virtudes de esa eventual comunión. Y en medio
de esas vías de encuentro de inmediato aparecen los resentimientos, y la
búsqueda de las razones de ese recelo. El asomo identitario a través de
equipos de fútbol, semanas santas y demás orfebrería tribal no conduce
demasiado lejos.
El malagueñismo a ultranza siempre miró de reojo a Granada, un viejo
rival que hace décadas que se nos quedó pequeño. El pelargón económico,
túristico, universitario y de infraestructuras nos hizo crecer lo
suficiente como para no emprenderla con un párvulo en la hora del
recreo. Además, ahí estaba la sombra de Sevilla. Una sombra que surge
del ajedrez político y sus embarullados movimientos. Argumentaban los
periodistas sevillanos que el recelo no tiene la misma intensidad en un
sentido que en otro. Que Málaga siempre resulta más quejosa. Puede que
sea porque Sevilla no atiende a los golpes de un inferior. Podría ser.
Sí, pero también podría ser que existieran algunas razones que a lo
largo de las últimas décadas han identificado el poder con Sevilla y a
las demás capitales con sus vasallas.
Podría ser que todo comenzara con la fulminante segregación de
Torremolinos, consumada bajo la aquiescencia de la Junta. Una
segregación que dejó a Málaga huérfana de hoteles, sin palacio de
congresos, sin algunas de sus herramientas vitales. Y también habría que
preguntarse cómo se sentiría el sevillanismo cerril si Málaga fuese
capital de la autonomía y todos los presidentes de la Junta hubiesen
pertenecido al ámbito de poder malagueño del mismo modo que todos
-Escuredo, Borbolla, Chaves, Griñán y Díaz- han pertenecido a la clase
política sevillana. La identificación, voluntaria o no, merecida o no,
del poder con Sevilla es un hecho. Los políticos no han sabido solventar
esa rémora. Por el contrario, a veces la han fomentado. Sevilla,
equivalente de la Junta como Madrid lo es del Gobierno central, ha sido
también la coartada de muchos alcaldes no sevillanos para enmascarar sus
errores y han convertido a la ciudad del Guadalquivir en un frontón, un
muro sordomudo del rebotaban todos los dardos. Los más justos y los más
envenenados. El eje, además de su sentido práctico, puede servir para
paliar esos errores siempre que no cause nuevos agravios con el resto de
las provincias andaluzas creando una primera y una segunda división
andaluza. El mundo cada vez es más pequeño y, aunque las túnicas de los
nazarenos y las velas de las vírgenes sean distintas, Málaga y Sevilla
cada vez estarán más cerca.
Antonio Soler
y las velas de las vírgenes sean distintas, Málaga y Sevilla cada vez estarán más cerca.
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