A mediados de los sesenta durante mi viaje fin de curso a Madrid, la canción que todos cantábamos en el viejo y destartalado autobús era “Una Chica ye-ye”. La historia de una jovencita muy moderna, con el pelo alborotado y medias de color, que sabía cantar en inglés.
Su intérprete, una moza de Valladolid que después tocaría todos los palos en el difícil arte de la interpretación: Cine, teatro, musicales, presentadora de televisión... Como toda aspirante a artista, pasó por la cama del todopoderoso productor de la época; tuvo un novio, también comediante, que quiso llevarla a beber a las fuentes del marxismo-leninismo, aunque ella se bajó en la parada anterior; y finalmente se casó con un actor de medio pelo que le dio más disgustos que otra cosa. No importa. Ella sacaba a relucir su sonrisa infinita -que desarmaba a los atrevidos- mostraba sus bien labradas piernas -que alimentaba los sentidos de los cándidos- sacaba a relucir las chiribitas de sus ojos -que encendían los instintos de los poetas- levantaba la barbilla en señal de guerra … y se comía el mundo.
Fue chica de la Cruz Roja, Santa Teresa de Jesús, madura burguesa en “Más allá del jardín”, enloquecida farmacéutica en “Paris-Tomboctú” y receptora de los castos besos de Tony Leblanc y Manolo Escobar en aquellas películas aptas para todos los públicos de los últimos años del franquismo.
Su trayectoria vital confirma que la línea que separa el brillo de una lentejuela del de una lágrima resulta a veces demasiado fina, pero ahí sigue, a sus 77 años, subiendo cada noche a un escenario para hacer lo que más le gusta: actuar.
¡Va por usted, doña Concha!
Manuel Mata
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