El relato de nuestras vidas requiere de palabras que no coarten ni anulen, que concedan a nuestras existencias pluralidad, diversidad y, sobre todo y ante todo, libertad.
No creo en la neutralidad. No me gusta lo neutral ni su tibieza. No estoy cómoda en un terreno poblado por quienes miran hacia otro lado, mientras a sus espaldas la vida arde, mientras acontece con todos sus riesgos y urgencias. La neutralidad es cultivo perfecto de aduladores, de aquellos que esperan agazapados tras los movimientos de quienes se tatúan la vida fruto del trayecto sinuoso e incandescente que llamamos experiencia. Mientras mantengo mi equilibrio diario, con la perpetua amenaza de caída en el abismo, entre sobras de desayuno, la mochila de mi hija todavía por hacer y la insistente llamada del reloj, escucho la radio. Nudos de ideas se entrecruzan y contaminan. "Mucho ruido", me digo. "Un eco", quizá. "Algo queda", o eso anhelo. En este elogio de la no neutralidad, irrumpe, un pensamiento no previsto, meteórico, la validez de las opiniones, las raíces de las palabras. Arrastro este humo de interrogantes entre los pasos atropellados que nos conducen al colegio; deseo para este ejército de risas, agolpado en torno a la puerta metálica, un mundo menos vulnerable y frágil. Un lugar donde el ser humano -y su entorno-, vuelva a ser el eje sobre el que giren las acciones políticas, y no un lugar, como el actual, donde la lógica del mercado y su agenda marcan compromisos e ideales.
Llevamos semanas atrapados por la cuestión del referéndum catalán. Metidos como estamos en este callejón sin salida, por falta de altura política y ausencia de diálogo, ahora nos toca a la sociedad civil escuchar casi de todo. Mancharnos los oídos con palabras como barbarie, opresión, conflicto bélico,… y yo me pregunto, ante esta cascada hiriente, dónde ha quedado el sentido común. Hace unos días, me encontré con una lectura de una teoría consistente en plantear el paralelismo histórico entre el proceso que derivó en el sufragio universal y la actual deriva del referéndum ilegal. Sufragistas (2015), de Sarah Gavron, es una película sin ambición fílmica, pero con mucha ambición divulgativa, que nace con la firme creencia de dar a conocer la vida de las mujeres que prendieron la llama del sufragio femenino. La cinta es fiel al proceso, eso sí y por el bien del espectador, edulcora las torturas, violaciones y vejaciones a las que fueron sometidas estas mujeres británicas, en su mayoría procedentes de la clase obrera, para intentar corregir la asimetría a la que la mujer estaba sometida. Estas heroínas no sólo consiguieron el voto femenino, sino que lograron reformas legales como la potestad de las madres sobre sus hijxs. Lograron que la mujer fuera un sujeto de derecho. Por eso, cuando escucho palabras como estado opresor, maltratos, fascismo, barbarie, no salgo de mi asombro. No salgo de mi dolor. Cada expresión que elaboramos y hacemos carne es un imaginario, un compromiso y una mentalidad que se quedan prendidos en nuestra colectividad, expresiones que señalan horizontes perversos donde siempre ganan los mismos. Esto queda fielmente retratado en el capítulo La guerra de los lenguajes, de El Susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura (Paidós, 2009), de Roland Barthes; "En las sociedades actuales, la más sencilla de las divisiones de los lenguajes se basa en la relación con el Poder. Hay lenguajes que se enuncian, se desenvuelven, se dibujan a la luz (a la sombra) del Poder, de sus múltiples aparatos estatales, institucionales, ideológicos; yo los llamaría lenguajes o discursosencráticos". Para Barthes, este lenguaje es propio de la cultura de masas y del pensamiento hegemónico. Una suerte de propaganda que nubla la razón de quien entra en este terreno de juego sin saber que su entrada al campo siempre será en condición de perdedor.
LA ACTITUD NEUTRAL IGNORA QUE LA ORGANIZACIÓN SOCIAL (POR SEXOS) TIENE VÍNCULOS CON LA GRAMÁTICA
La (enorme) filósofa Remedios Zafra advierte, en su imprescindible Ojos y capital (Consonni, 2015) que "hoy, sin embargo, todo parece venir de un universo de palabras que nacen de los ojos y que nos resistimos a llevar al suelo. Son palabras que nos sirven para los mundos inventados y los mundos representados". Y quizá sea eso, un exceso de volatilidad y carencia de firmeza en nuestro discurso, altamente contaminado por la homogeneización, homogeneización que se apoya en la construcción social hegemónica que nos distribuye en categorías binarias, nada representativas del acontecer actual, un corsé social que empequeñece nuestras vidas, especialmente, la vida de las mujeres, tanto que puede llegar a hacernos invisibles. La pensadora cordobesa se acaba de hacer con la 45 edición del premio Anagrama de ensayo con El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, un título con el que reflexiona - y para el que hay que tener presente toda la trayectoria de la autora en torno a la cultura red- sobre las nuevas estrategias de precarización del proletariado de la cultura.
Debemos estar alerta ante el empleo perverso del lenguaje, una de las peores artimañas posible porque no se percibe y porque su efecto es acumulativo. Sin intención de abrir un nuevo debate en este sumatorio de ideas sobre el ejercicio del lenguaje, los denominados millennials son los más vulnerables a esta perversión. Han crecido en una jerarquía de categorías y etiquetas, su identidad está íntimamente relacionada con el empleo del hashtag y todo lo que (de)limita, nunca nos hace libres. El lenguaje debe servir para reinventar la vida, para hacer el mundo más bello y comprensible, debe servir para echar raíces. En ¿Qué es el género? (Icaria, 2016), de Laurie Laufer y Florence Rochefort, en el capítulo destinado a reflexionar sobre cómo el lenguaje ha limitado las percepciones del mundo, en las mujeres, y sobre la sexualización del mismo, en relación al polémico masculino genérico, se afirma que "hace invisible, una vez más, la presencia de las mujeres en los conjuntos colectivos designados por términos masculinos plurales". La actitud neutral, la actitud que nos niega existir, ignora que la organización social (por sexos) tiene una vinculación con la gramática.
El relato de nuestras vidas requiere de palabras que no coarten ni anulen, que concedan a nuestras existencias pluralidad, diversidad y, sobre todo y ante todo, libertad. El lema feminista "lo personal es político", de la imprescindible Kate Millet, es un eslogan que encierra, en cuatro palabras, voluntad de transformación social y que busca diseccionar la dicotomía público/privado, intersección en la que la mujer occidental se ha acostumbrado a vivir sin cuestionarse cómo los actos más cotidianos determinan convicciones, propias y ajenas.
Cristina Consuegra
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