viernes, 28 de febrero de 2020

Andaluces... Por Antonio Soler


En tiempo de mesas negociadoras, carroñería nacionalista y rapiña proindependentista venimos los andaluces a celebrar nuestro día. Nuestra idiosincrasia, como se decía antes. Se decía así pero ni antes ni ahora sabemos muy bien de qué se trata, en qué rincón de nuestra alma se conectan los anillos concéntricos que nos llevan a ser con naturalidad malagueños, andaluces, mediterráneos, españoles, europeos, terrícolas. Ese desconocimiento es loable. Lo contrario, la precisión de esos tiradores de élite tipo Torra que conocen al milímetro qué rizo de su frente hueca corresponde a la esencia catalana y cuál a una raíz hispana (que debe ser convenientemente rastrillada) es enfermedad por mucho que hoy día sea imitado y tan contagioso como el virus chino.

Turolenses, leoneses, mallorquines, se notan el síntoma, el afán diferenciador, y lucrativo. Una fiebre del oro nacionalista que casa muy bien con el pensamiento de la derecha dura. Los andaluces, por suerte, no sabemos distinguir los rasgos físicos que nos separan de quienes viven al norte de Despeñaperros. No tenemos la habilidad de esa diputada catalana que promueve hablar en lengua vernácula a los que muestran un rostro con escasez de gen catalán. No somos aficionados a medir cráneos para comprobar si esos huesos y cavidades son eminentemente vascuences o solo riojanos.


Las fronteras no son lo nuestro. Las hemos sufrido hasta la muerte. Por aquí ha pasado gente de ralea tan distinta que estamos escarmentados, o casi. A pesar de los esfuerzos del Canal Sur más rancio, a la mayoría tampoco nos queda ánimo para supeditarnos al cliché. El chiste, la 'grasia' y el toreo. Desde la implantación de la enseñanza obligatoria, por mucho que las humanidades estén arrinconadas, sabemos que un tipo triste como Antonio Machado es compatible con el ser andaluz. Que Góngora no era miembro de ninguna chirigota. Que Victoria Kent no era jaranera ni Juan Ramón guitarrista y que Lorca no es Lorca por los gitanos y la luna lunera sino por Nueva York y el Tamarit. Ya ni siquiera podemos aferrarnos a la Al-Andalus utópica y felicísima. En su último libro Henry Kamen ha venido a contarnos la verdad como a niños desvirgados de la creencia en los reyes magos. La leyenda de la convivencia andalusí es solo eso, leyenda, invención. Ni siquiera conviene echarle demasiados pétalos a Blas Infante por mucho que la Junta se vaya a gastar un dineral en convertir su casa natal en museo. Infante pecaba de un nacionalismo absurdo, en bastante sintonía con el fundamentalista Sabino Arana. Algo muy poco andaluz por muy padre putativo que nos lo quieran poner.

 Antonio Soler


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