Frente al cuento del anuncio de la Lotería, con esa acompañadísima yaya Carmina, hay unas cuantas yayas Rosas solas ahí fuera
Ya son ganas de aguarnos la fiesta. Rosa, una vieja de 81 años de Reus, Tarragona, España, UE, ha tenido el mal gusto de romperse la crisma huyendo de un incendio doméstico y nos ha amargado el Black Friday con esa muerte tan de Dickens en plena era Zuckerberg. El fuego lo produjo una de las velas con que Rosa se alumbraba desde que Gas Natural le cortara la luz sin que a nadie en ningún despacho se le cayera la jeta de vergüenza. Y el caso es que, mientras el ayuntamiento y la eléctrica se arrojan su cadáver a ver quién hizo menos, Rosa ha puesto un elefante sobre nuestras mesas. Millón y medio de mujeres mayores de 65 años viven solas.
Nos gusta pensar que su soledad es elegida, confortable, digital, realizadísima. Nos privan esas viejas joviales, guapas y modernas de los anuncios de pegamentos dentales, lubricantes vaginales y compresas de incontinencia. Haberlas, haylas. Pero me da que, por ahora, hay más viejas de las que estiran al límite una pensión de supervivencia, bajan hoy a comprar un cuarto de pollo y una pera para de paso pegar la hebra con el pollero y el frutero, y piden hora con el médico solo por tener una excusa para salir mañana. Viejas viudas hace lustros que pasan el día entre pucheros y cabezadas viendo a las Ana Rosas y a los Jorge Javieres en bucle. Viejas que llegaron demasiado pronto a todas las revoluciones: la educativa, la laboral, la sexual, la tecnológica. Viejas con voluntad de hierro y manos comiditas de callos de tanto guisar patatas, limpiar mocos y tapar huecos para al final verse sin más amparo que su presencia de ánimo. Está en cartel Que Dios nos perdone, una película que mete la cámara hasta la cocina de algunas de ellas en un Madrid inmisericorde que podría ser Reus. Frente al cuento del anuncio de la Lotería, con esa acompañadísima yaya Carmina, hay unas cuantas yayas Rosas solas ahí fuera. Todas sienten y padecen. Y nos acusan.
Luís Sánchez - Mellado
Ya son ganas de aguarnos la fiesta. Rosa, una vieja de 81 años de Reus, Tarragona, España, UE, ha tenido el mal gusto de romperse la crisma huyendo de un incendio doméstico y nos ha amargado el Black Friday con esa muerte tan de Dickens en plena era Zuckerberg. El fuego lo produjo una de las velas con que Rosa se alumbraba desde que Gas Natural le cortara la luz sin que a nadie en ningún despacho se le cayera la jeta de vergüenza. Y el caso es que, mientras el ayuntamiento y la eléctrica se arrojan su cadáver a ver quién hizo menos, Rosa ha puesto un elefante sobre nuestras mesas. Millón y medio de mujeres mayores de 65 años viven solas.
Nos gusta pensar que su soledad es elegida, confortable, digital, realizadísima. Nos privan esas viejas joviales, guapas y modernas de los anuncios de pegamentos dentales, lubricantes vaginales y compresas de incontinencia. Haberlas, haylas. Pero me da que, por ahora, hay más viejas de las que estiran al límite una pensión de supervivencia, bajan hoy a comprar un cuarto de pollo y una pera para de paso pegar la hebra con el pollero y el frutero, y piden hora con el médico solo por tener una excusa para salir mañana. Viejas viudas hace lustros que pasan el día entre pucheros y cabezadas viendo a las Ana Rosas y a los Jorge Javieres en bucle. Viejas que llegaron demasiado pronto a todas las revoluciones: la educativa, la laboral, la sexual, la tecnológica. Viejas con voluntad de hierro y manos comiditas de callos de tanto guisar patatas, limpiar mocos y tapar huecos para al final verse sin más amparo que su presencia de ánimo. Está en cartel Que Dios nos perdone, una película que mete la cámara hasta la cocina de algunas de ellas en un Madrid inmisericorde que podría ser Reus. Frente al cuento del anuncio de la Lotería, con esa acompañadísima yaya Carmina, hay unas cuantas yayas Rosas solas ahí fuera. Todas sienten y padecen. Y nos acusan.
Luís Sánchez - Mellado
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