sábado, 25 de noviembre de 2017

No es delito ... por Pablo Bujalance

Fue Michel Foucault quien con más precisión llamó la atención sobre la naturalidad con la que Occidente asimila como idóneo su sistema penitenciario, sin un solo planteamiento respecto a posibles alternativas, sin un debate sobre su idoneidad y mejora. Las penas han tendido, especialmente en el último siglo, a humanizarse, pero sigue asentada poderosamente la idea de que la privación de libertad es la mejor respuesta posible a la comisión de determinados delitos. Y es posible que lo sea, pero lo que Foucault denunciaba es que nunca a nadie se le haya ocurrido pensar que tal vez se podría resolver la cuestión de otra manera: hay una aceptación acrítica y masivamente aceptada de la cárcel como corrector consecuente y nada más, muy a pesar de que las virtudes del sistema en cuanto a reinserción, aprendizaje y capacitación social quedan en entredicho con abultada frecuencia. Al mismo tiempo (tal vez a esto se deba el éxito de su aceptación), la prisión representa un ecosistema absoluta y radicalmente escindido de la misma sociedad que lo considera apropiado como sanción al crimen. La impermeabilidad de cada isla del sistema penitenciario respecto al resto del mundo es total: nadie en su sano juicio quiere asomarse allí ni en pintura salvo que un juez ordene lo contrario, y del mismo modo se entiende sin más que el aislamiento social forma parte lógica de la sanción, por más que su reducción, o tal vez su relativización, pudiera tener efectos más saludables en cuanto a inserción y normalización (y por más que los familiares de los delincuentes se conviertan a su vez en víctimas colaterales del propio sistema penitenciario, aunque no hayan cometido delito alguno). Todo esto viene a cuento porque, dadas las connotaciones con las que la sociedad sostiene por una parte su sistema penitenciario mientras que por otra lo mantiene perfectamente aislado, fuera de la vista y del alcance, la decisión del Ministerio del Interior de enviar a medio millar de inmigrantes a la cárcel de Archidona constituye un atropello inaceptable y una vulneración clara de los derechos humanos, por lo que la continuidad de Juan Ignacio Zoido al frente debería quedar, por lo menos, en entredicho. Y esto es así porque esos inmigrantes no han cometido ningún delito. Tan fácil y aplastante como eso.


Todavía hay que recordar que los CIEs nunca debieron ser cárceles, aunque funcionaran como tales. Que ahora se destine los a inmigrantes a una prisión nos deja una idea bastante clara de lo que piensa el Gobierno al respecto: es muy fácil llenarse la boca con la palabra xenofobia cuando se habla de los líderes independentistas catalanes, pero predicar con el ejemplo, más aún cuando hablamos de quinientos argelinos que se han jugado la vida en una patera y que ahora esperan su devolución, es bastante más complicado. Lo peor no es que Interior metiera a estas personas en una cárcel sin terminar, sin agua y sin condiciones de habitabilidad; lo peor es que las enviaron al lugar exacto en el que la sociedad encierra a sus criminales y que la misma sociedad mantiene escrupulosamente fuera de todos y cada uno de sus procesos habituales. Si el delito justifica la prisión, es ahora el sistema penitenciario el que carece de sentido. Que Moreno Bonilla saliera diciendo que peor habría sido un campamento delata una terrorífica querencia al cinismo. Moral kantiana, lo llaman.

Pablo Bujalance

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