No es de extrañar que una película como La última bandera no tenga presencia alguna en los Oscar de la diversidad y lo políticamente correcto. Como tampoco la tienen 15:17 Tren a París, de Eastwood, o Billy Lynn, de Ang Lee, con las que conformaría un interesante programa triple a propósito de algunos valores, el heroísmo, el patriotismo heterodoxo, la camaradería masculina, ciertamente mal vistos en el cine de hoy.
Y su ausencia sólo señala la ceguera o las tendencias del contexto, no así los muchos méritos, el tono justo y la emoción contenida de una película que busca conciliar a dos generaciones, la que vivió Vietnam y la que ha vivido las guerras en Iraq (estamos en 2003), a través de un relato on the road que reúne a tres viejos, entrañables y achacosos ex combatientes en su tarea simbólica y fraternal de enterrar con honores al hijo de uno de ellos "caído en combate".
Como de costumbre, Linklater no se anda con preámbulos ni presentaciones y va al núcleo de la cuestión con lo puesto, a saber, un guion clásico, unos diálogos esenciales y tres actores en plenitud de facultades, un Carell abatido y conmovedor, un Cranston expansivo y un Fishburne que resucita con sotana y alzacuellos a su personaje de Apocalypse Now, entregados a una dialéctica de la derrota, el deber y la nostalgia que sustenta un trayecto progresivamente emocionante aunque siempre en el límite del pudor.
Por momentos socarrona y cínica (casi siempre de la mano del personaje de Cranston), crítica y despiadada con el establishment cuando debe serlo, humanista por sus cuatro costados, La última bandera se repliega empero hacia una conciliación intergeneracional sustentada en viejos valores y un sentido de la patria no apto para progres antiyanquis, unos valores norteamericanos que, con el debido respeto, remiten al maestro John Ford y a ese cine clásico que lo confiaba todo al tono, los actores y el texto.
La principal virtud de Linklater vuelve a ser aquí la discreción, que no debe confundirse en ningún caso con una carencia. El tejano sigue sabiendo como pocos cuándo deslizar una música, cuándo anclar la cámara para escuchar, cuándo desplazarla levemente para acompañar ese duelo dilatado, colectivo y en movimiento que es también un canto elegíaco por los caídos y un último hurra por los héroes mutilados.
Manuel J. Lombardo
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