A estas alturas empieza a dar toda la sensación de que con el ‘brexit’
el Reino Unido se ha pegado no uno, sino varios tiros en sus muchos
pies. Y el que tiene todas las papeletas para adjudicarse el plomazo
gordo, el tiro de los tiros, es el privilegiado Gibraltar. Hasta dónde
llegará el desconsuelo y la furia por el autodisparo que ha llevado a
los tabloides y algunos creadores de opinión británicos a contemplar la
posibilidad de una guerra con España por la Roca; guerra que
naturalmente ganaría el Reino Unido, como hizo con las Malvinas y la
Invencible (mal andan tus cosas cuando echas mano de referentes tan
remotos, en el espacio o en el tiempo).
Eso sí: algunos de los
belicistas, en un rapto de honestidad intelectual infrecuente en los de
su especie, sitúan la garantía de la victoria en el apoyo
estadounidense, una forma de reconocer que desde hace mucho tiempo el
orgulloso Imperio Británico sólo resulta operativo con respiración
asistida desde Washington, como la tuvo frente a la machada inútil de
Galtieri, y bien que supo corresponder Tony Blair cuando George W. Bush
le reclamó la deuda para ir a Irak.
Es de suponer, y de esperar, que el ardor guerrero se enfriará, y que
la cauta respuesta de las autoridades españolas y europeas conducirá
este asunto, como todos los que forman parte de la negociación de salida
de los británicos (salida decidida por ellos, tocará recordarlo una y
otra vez), a los términos razonables que corresponden entre vecinos con
intereses comunes pero ya no coincidentes. Nadie debe perjudicar porque
sí al otro, y nadie puede contar con seguir apoyándose en la solidaridad
de quien ya es otra cosa.
Los tambores de guerra que hacen sonar esos británicos
preliminarmente agraviados por lo que aún no se ha producido pueden
apuntar a España, a Europa o a la Alianza Galáctica. No cambiarán el
hecho de que quienes han decidido entrar en conflicto con su historia,
su geografía y su futuro son los propios británicos, en una decisión
soberana que los demás hemos de respetar pero que a ellos les toca
arrostrar, con todas las rebajas y mutaciones que implica, salvo
aquellas que sean capaces de evitar ofreciendo las adecuadas
contrapartidas, y no esas amenazas que dan en lanzar a diestro y
siniestro, como si se dirigieran a una hueste de cipayos sujetos a
alguna forma de subordinación o sumisión a sus instrucciones.
El caso, y sus primeros compases, bien pueden servir de orientación a
aquellos otros que se plantean un futuro idílico por la vía de romper
sus lazos y vínculos con quienes los mantienen desde mucho antes de que
el Reino Unido entrara en la UE. No se trata de desquite, no se trata de
rencor o represalia: se trata de que quien se va, se va, y no se queda
sólo para lo que le conviene. Es muy simple.
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