De todo esto estaban puntualmente enterados los miembros del gobierno de Puigdemont, merced a los informes que recaba-ron y que tuvieron buen cuidado de no compartir con la ciudadanía exaltada a la que empujaban hasta el borde del precipicio tras el que sólo aguardaba el 155, la desbandada empresarial y, en fin y para rematar la jugada, la pérdida del autogobierno. A la luz de esta doblez, desvelada profusamente gracias a los correos y comunicaciones entre los líderes de la trama delictiva, recopilados y analizados por la Guardia Civil, los que salían a la calle a reclamar y luego proclamar la república imaginaria, los que la defendían y defienden aún en las redes como hecho consumado, los que empeñaron todas sus ilusiones y expectativas en esa apuesta inviable e ilusoria, vendrían a ser incautos a quienes los conspiradores manipularon miserablemente y a sabiendas.
Este hecho ahora acreditado, pero que ya se podía intuir desde antes de que afloraran los correos ominosos, nos invita a hacernos la pregunta de cómo es posible que quienes engañan a los suyos con semejante descaro conserven a pesar de todo el apoyo, nada desdeñable, que alcanzó el independentismo en las pasadas elecciones y que verosímilmente mantendría si los catalanes volvieran a ser llamados a las urnas. Resulta demasiado fácil, y por ello improcedente, concluir que la ciudadanía que mantiene esa opción ha abdicado de su inteligencia. Si hay miles de catalanes dispuestos a apoyar a quienes les escamotearon la información necesaria para formarse su criterio, es posible que hayan llegado a aceptar que en aras de la causa patriótica puede faltarse a la verdad, incluso ante tu propia gente; o aún más, que hayan llegado a asumir como coste de la afirmación de la nación irredenta la destrucción de su tejido y su potencial.
En uno u otro caso: sobrecogedor.
Lorenzo Silva
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