A nadie le gusta que se le muera de repente el tostador de pan, pongamos por caso, pero sabemos que lo hace por una buena causa, y ahí encontramos consuelo: cuando vayamos a la tienda a comprar otro tostador, tendremos una oferta mejorada de tostadores, tostadores de tecnología punta, capaces -qué sé yo- de tostar una rebanada de pan con sólo mirarla, o exponiéndola durante unos segundos a un dispositivo láser, o similar, ya que las artes industriales van que vuelan hacia lo prodigioso y nunca visto.
Aun aceptando la necesidad de que nuestros electrodomésticos pasen a mejor vida en nombre del avance tecnológico, nos queda una inquietud: la de no vernos venir su expiración, que, como en el poema barroco, suele llegarles callada. Miras tu frigorífico, le calculas la edad y te preguntas «¿cuánto le quedará a este pobre?». Sales de viaje con la aprensión de que tu frigorífico muera a solas durante tu ausencia, sin una mano amiga que lo vacíe de botellas y fiambreras, y encontrarte a tu regreso con el panorama apocalíptico de todos los alimentos echados a perder. Y, aparte de eso, los sobresaltos que te llevas: le das al interruptor y la bombilla pega un chasquido miserere, como si en vez de morirse se hubiera suicidado, hastiada de su cautiverio en una lámpara que ni siquiera es maravillosa, como aquella que concedía tres deseos en el cuento oriental. O bien ese temblor que te asalta cuando empiezas a oírle un ruidillo como de bronquitis al ordenador, y te dices: «Este está ya medio listo», y temes que te deje una página por la mitad, pues los ordenadores tienen la elegancia de morirse de golpe y no dar la lata con agonías.
En este mundo, en fin, nada es eterno, salvo quizás el ansia de eternidad. Y ahí vamos todos, humanos y electrodomésticos, distrayendo como podemos, ay, nuestra obsolescencia.
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