miércoles, 26 de junio de 2019

Beli ... por Domi del Postigo

El cáncer no es una batalla y mucho menos quien fallece es un perdedor. Lo publicó en una red social el 14 de este mes a las 12 y media de la noche Valentín García, un periodista andaluz que lleva la radio en las venas, aunque «temporalmente mezclada con quimioterapia». Valentín es una de esas personas grandes que hacen de lo malo lo bueno y, ya que no puede evitar estar enfermo, aprovecha esa circunstancia en su vida actual para ser útil a quienes también la padecen. Lo hace animando y compartiendo sus propias experiencias en positivo, aunque sin pamplinas ni maquillaje rosáceo alguno, a la vez que aprovecha el conocimiento que va adquiriendo por culpa y también gracias a la enfermedad. Un cáncer que preferiría no tener, por supuesto.

Mi amiga, casi una hermana, no ha podido evitar morirse anteayer con sólo 56 años a causa del cáncer. Plantó cara durante más de una década a la amenaza de muerte con más vida. Vivió muchísimo, aunque ha vivido poco. Volver del cementerio sin ella es lo más raro del mundo. Le duele a uno hasta el cuerpo. Yo estaba loco por llegar a mi casa para llamarla tranquilo por teléfono y contárselo; para escuchar su risa en medio del drama, el regalo de su risa por encima de todo ese dolor que con intensidad variable la acompañó constantemente durante años.



El enfermo suele hacer siempre lo que le dice su médico, el verdadero guerrero en la batalla contra la enfermedad. Y aún el cáncer es un enemigo peligroso que nunca sabes ni cuándo ni por dónde te va a llegar. Un enemigo, en ocasiones, difícil de vencer. Echar sobre los hombros del paciente una armadura, una espada y una lanza y convertirle en san Jorge contra el dragón, quizá ni sea necesario para estimular su ánimo a la hora de afrontar la enfermedad, ni sea justo para quien se ve impelido a convertirse en un guerrero que debe ganar la batalla contra la fiera.



En el Hospital Clínico de Málaga la planta de oncología comparte espacio al otro lado del pasillo central con la Maternidad. Esta circunstancia hace que haya dos salas de espera de familiares casi colindantes. En una el nerviosismo está más que justificado y en la otra también. Pero no son iguales. Una tarde, mi amiga, casi mi hermana, en uno de sus últimos ingresos a los que estaba obligada por alguna bajada inmunitaria o síntoma alarmante o incapacitante, anduvo pasito a pasito todo ese pasillo tirando de la percha con ruedas de la que cuelga el suero y los cócteles farmacológicos conectados a la vía intravenosa, para atravesar esa frontera simbólica entre la luz y la sombra. Al otro lado la esperaba su hijo con su nieta aún bebé para que la cogiera en brazos. Nunca le fallaron las fuerzas para sostenerla. Ni a su otra nieta, ni a su hijo ni a su hija ni a su marido ni a los más necesitados de su familia ni a sus amigos. Ni le falló nunca a quienes bebíamos de esa risa que, pese a la enfermedad, siempre nos regalaba. Cómo se reía mi amiga...

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