lunes, 22 de julio de 2019

XXXII Jazz en la Costa : Una música y una época para todos los públicos

La edición de este año, con sede sonora en el Parque del Majuelo de Almuñécar destaca por la incorporación de talentos jóvenes que contribuyen a hacer este género atemporal

El jazz tiene un estilo de mitomanía tranquila y cercana, respetuosa, donde hablas de tú a tú con el músico tras el concierto, mientras te firma el disco o te envidia por estar así, con aire de vacaciones, en una ciudad como Almuñécar, sin el trasiego del avión y la carretera, propio de las giras de verano. Para la siguiente ocasión, el artista se sigue acordando de ti y de esta ciudad.

Así lo hace posible el Festival Internacional de Jazz de Almuñécar, uno de los históricos del circuito estival, en el que se puede conversar con grandes, como el pianista Gonzalo Rubalcaba o con promesas ya consolidadas, como el saxofonista y cantaor flamenco Antonio Lizana. El primero recibió la medalla de oro del Festival y tiene ya su estrella en el Bulevard del Jazz del parque El Majuelo, junto a Chucho Valdés, Eliane Elías y Chano Domínguez, entre otros, lo que marca una conexión clara de este evento con los pianistas latinos.

El propio contexto de la Costa Tropical lo pide, además de la tendencia al alza de este subgénero jazzístico a lo largo de las últimas décadas. Se trata de una cita con la música en un contexto diferente al del festival de Granada, en el que hay más libertad de movimiento y, sobre todo, en el que es posible tomar una cerveza, mirar las estrellas y, como ha sido el caso, salir a bailar ante el escenario como si no hubiera un mañana.

Coinciden en julio o, con más precisión, coincidimos, los incondicionales del festival de la capital granadina, con cita en las primeras filas, pero se une a ese target un nuevo perfil de residentes extranjeros en la costa, además de muchas personas que acuden puntualmente a la cita del evento sexitano desde diferentes países. Hay una gran presencia anglosajona, por aquello de que los artistas les hablan en su idioma y comparten sus códigos culturales.





En 2019, siguiendo la tradición de variedad por la que apuesta su director, Jesús Villalba, con el apoyo de la responsable del festival de Granada, Mariche Huertas, hubiera sido imposible diseñar una programación más compacta, capaz de satisfacer todas las sensibilidades e inquietudes. No hay que olvidar que, dentro de esa pasión tranquila, hay un alto nivel de exigencia en un público que ha escuchado a los mejores durante décadas.

De los seis conciertos principales de cartel, no ha habido una sola sesión que provoque desencanto, y eso era un reto muy difícil. Sobre todo, hay que decirlo, los festivales granadinos consiguen mantener ese nivel en un contexto de contención presupuestaria, algo que no sufren con tanta crudeza en otras citas clásicas con el jazz, como Vitoria o San Sebastián.

Quizá la mayor efusión de fervor en la firma de discos se vio tras el concierto de la cantante estadounidense Jazzmeia Horn, una joven que nació en los años 90 y que forma parte de una generación dispuesta a demostrar que también hay grandes de esta música en nuestra época.

A su simpatía y capacidad de conexión se une una técnica vocal impresionante, con un barroquismo algo sobredimensionado en el scat o la improvisación vocal, imitando otros instrumentos, pero con la capacidad nada común de agradar incluso a los que no son demasiado entusiastas de vocalistas en esta música. El oficio de Keith Brown al piano y Rashaan Carter en el bajo ayudó bastante para generar una percepción musicalmente compacta.

En otra apuesta siempre arriesgada, el flamenco, Antonio Lizana fue capaz de cautivar al público de El Majuelo, no solo por su simpatía, sino por la apuesta por una música diferente, que explora caminos más amplios que las hibridaciones tradicionales de esta música con el jazz. Incluso, se podría afirmar que es una línea más fresca, en muchas ocasiones, pero eso lo agradecen todas las generaciones que conforman la fiel afición al festival. Todo ello, además, con fundamentos musicales, ya que no se toca así el saxo y se canta por casualidad, sino fruto de mucho trabajo y estudio, a pesar de la juventud del artista de San Fernando.




El contrapunto más ligero, con aire funk y saltando para fundirse con el graderío, lo trajo el panameño José James, capaz de revisitar estándares desde la posmodernidad, como es el homenaje al propio John Coltrane, o rescatar la emoción del Ain’t no sunshine que inmortalizó Bill Withers. Una noche inolvidable, especialmente para los que bailaron durante todo el concierto.

La segunda mitad del festival buscó algo más de pedigrí jazzístico, con uno de los maestros de la escena contemporánea, como Gonzalo Rubalcaba, asiduo de los premios Grammy y capaz de mostrar una diversidad de registros en cada ocasión en la que lo hemos podido escuchar en Granada o Almuñécar. El pianista que deslumbró al gran Dizzy Gillespie es uno de los músicos que ha asumido el testigo de seguir creando tendencia en esta música. Esa responsabilidad no es nada fácil, pero ya estamos sin duda ante una nueva generación de maestros del jazz.

Otro salto a la innovación contemporánea, para sorpresa de muchas personas, lo trajo el casual combo situation, del contrabajista Christian McBride, una formación que sorprendió por incorporar dos pinchadiscos a los platos, pero que supo conectar con la tradición, interpretando a Duke Ellington como nunca antes se había escuchado, según el propio líder de la formación.

También hubo baile, animado por la vocalista Alyson Williams y por el excelente gusto en los arreglos musicales de Patrice Rushen, una referencia de esta música cuyo buen gusto en los arreglos no pasó desapercibido.




Para regocijo de los más clásicos, porque también era necesario, el concierto de Jesse Davis inundó El Majuelo de un sonido bop que, por tratarse de un saxo alto y por tener cierto parecido físico con el Charlie Parker de los últimos años, aportó una música en la que todo buen aficionado al jazz siempre se encuentra, un lugar común del que nunca te puedes cansar, porque forma parte de la esencia.

Es la respetuosa escuela de los Marsalis, en la que se ha formado una generación de músicos extraordinarios. Junto a este saxofonista, que no podía ser de otro lugar sino de Nueva Orleans, el sonido del órgano Hammond de Phil WIkinson y de la batería de Mario Gonzi constató el acierto de la sustitución de este combo por el de Houston Person, ausente por causas de fuerza mayor.

Así, lo que fue la nueva música hace mucho tiempo, sobrevive ahora, actualizada, al nuevo siglo. Todo ello, de forma previa al excelente grupo Costa Jazz Quartet, encargado de los trasnoches, que nos ha dejado un disco más que recomendable como recuerdo de esta edición del Festival Internacional de Almuñécar. Ajenos, por suerte, al balconing, así como a las aproximaciones de mal gusto propias de otros perfiles vacacionales, la Costa Tropical acierta si su oferta sigue viniendo de la mano de la calidad cultural. Será bueno seguir por este camino.El jazz tiene un estilo de mitomanía tranquila y cercana, respetuosa, donde hablas de tú a tú con el músico tras el concierto, mientras te firma el disco o te envidia por estar así, con aire de vacaciones, en una ciudad como Almuñécar, sin el trasiego del avión y la carretera, propio de las giras de verano. Para la siguiente ocasión, el artista se sigue acordando de ti y de esta ciudad.

Así lo hace posible el Festival Internacional de Jazz de Almuñécar, uno de los históricos del circuito estival, en el que se puede conversar con grandes, como el pianista Gonzalo Rubalcaba o con promesas ya consolidadas, como el saxofonista y cantaor flamenco Antonio Lizana. El primero recibió la medalla de oro del Festival y tiene ya su estrella en el Bulevard del Jazz del parque El Majuelo, junto a Chucho Valdés, Eliane Elías y Chano Domínguez, entre otros, lo que marca una conexión clara de este evento con los pianistas latinos.

El propio contexto de la Costa Tropical lo pide, además de la tendencia al alza de este subgénero jazzístico a lo largo de las últimas décadas. Se trata de una cita con la música en un contexto diferente al del festival de Granada, en el que hay más libertad de movimiento y, sobre todo, en el que es posible tomar una cerveza, mirar las estrellas y, como ha sido el caso, salir a bailar ante el escenario como si no hubiera un mañana.

Coinciden en julio o, con más precisión, coincidimos, los incondicionales del festival de la capital granadina, con cita en las primeras filas, pero se une a ese target un nuevo perfil de residentes extranjeros en la costa, además de muchas personas que acuden puntualmente a la cita del evento sexitano desde diferentes países. Hay una gran presencia anglosajona, por aquello de que los artistas les hablan en su idioma y comparten sus códigos culturales.



En 2019, siguiendo la tradición de variedad por la que apuesta su director, Jesús Villalba, con el apoyo de la responsable del festival de Granada, Mariche Huertas, hubiera sido imposible diseñar una programación más compacta, capaz de satisfacer todas las sensibilidades e inquietudes. No hay que olvidar que, dentro de esa pasión tranquila, hay un alto nivel de exigencia en un público que ha escuchado a los mejores durante décadas.

De los seis conciertos principales de cartel, no ha habido una sola sesión que provoque desencanto, y eso era un reto muy difícil. Sobre todo, hay que decirlo, los festivales granadinos consiguen mantener ese nivel en un contexto de contención presupuestaria, algo que no sufren con tanta crudeza en otras citas clásicas con el jazz, como Vitoria o San Sebastián.

Quizá la mayor efusión de fervor en la firma de discos se vio tras el concierto de la cantante estadounidense Jazzmeia Horn, una joven que nació en los años 90 y que forma parte de una generación dispuesta a demostrar que también hay grandes de esta música en nuestra época.

A su simpatía y capacidad de conexión se une una técnica vocal impresionante, con un barroquismo algo sobredimensionado en el scat o la improvisación vocal, imitando otros instrumentos, pero con la capacidad nada común de agradar incluso a los que no son demasiado entusiastas de vocalistas en esta música. El oficio de Keith Brown al piano y Rashaan Carter en el bajo ayudó bastante para generar una percepción musicalmente compacta.

En otra apuesta siempre arriesgada, el flamenco, Antonio Lizana fue capaz de cautivar al público de El Majuelo, no solo por su simpatía, sino por la apuesta por una música diferente, que explora caminos más amplios que las hibridaciones tradicionales de esta música con el jazz. Incluso, se podría afirmar que es una línea más fresca, en muchas ocasiones, pero eso lo agradecen todas las generaciones que conforman la fiel afición al festival. Todo ello, además, con fundamentos musicales, ya que no se toca así el saxo y se canta por casualidad, sino fruto de mucho trabajo y estudio, a pesar de la juventud del artista de San Fernando.



El contrapunto más ligero, con aire funk y saltando para fundirse con el graderío, lo trajo el panameño José James, capaz de revisitar estándares desde la posmodernidad, como es el homenaje al propio John Coltrane, o rescatar la emoción del Ain’t no sunshine que inmortalizó Bill Withers. Una noche inolvidable, especialmente para los que bailaron durante todo el concierto.

La segunda mitad del festival buscó algo más de pedigrí jazzístico, con uno de los maestros de la escena contemporánea, como Gonzalo Rubalcaba, asiduo de los premios Grammy y capaz de mostrar una diversidad de registros en cada ocasión en la que lo hemos podido escuchar en Granada o Almuñécar. El pianista que deslumbró al gran Dizzy Gillespie es uno de los músicos que ha asumido el testigo de seguir creando tendencia en esta música. Esa responsabilidad no es nada fácil, pero ya estamos sin duda ante una nueva generación de maestros del jazz.

Otro salto a la innovación contemporánea, para sorpresa de muchas personas, lo trajo el casual combo situation, del contrabajista Christian McBride, una formación que sorprendió por incorporar dos pinchadiscos a los platos, pero que supo conectar con la tradición, interpretando a Duke Ellington como nunca antes se había escuchado, según el propio líder de la formación.

También hubo baile, animado por la vocalista Alyson Williams y por el excelente gusto en los arreglos musicales de Patrice Rushen, una referencia de esta música cuyo buen gusto en los arreglos no pasó desapercibido.



Para regocijo de los más clásicos, porque también era necesario, el concierto de Jesse Davis inundó El Majuelo de un sonido bop que, por tratarse de un saxo alto y por tener cierto parecido físico con el Charlie Parker de los últimos años, aportó una música en la que todo buen aficionado al jazz siempre se encuentra, un lugar común del que nunca te puedes cansar, porque forma parte de la esencia.

Es la respetuosa escuela de los Marsalis, en la que se ha formado una generación de músicos extraordinarios. Junto a este saxofonista, que no podía ser de otro lugar sino de Nueva Orleans, el sonido del órgano Hammond de Phil WIkinson y de la batería de Mario Gonzi constató el acierto de la sustitución de este combo por el de Houston Person, ausente por causas de fuerza mayor.

Así, lo que fue la nueva música hace mucho tiempo, sobrevive ahora, actualizada, al nuevo siglo. Todo ello, de forma previa al excelente grupo Costa Jazz Quartet, encargado de los trasnoches, que nos ha dejado un disco más que recomendable como recuerdo de esta edición del Festival Internacional de Almuñécar. Ajenos, por suerte, al balconing, así como a las aproximaciones de mal gusto propias de otros perfiles vacacionales, la Costa Tropical acierta si su oferta sigue viniendo de la mano de la calidad cultural. Será bueno seguir por este camino.

RAFAEL MARFIL CARMONA
Granada hoy

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