A pesar de las redes y de la sobreinformación todavía quedan, a día de hoy, algunas personas inocentes. Benditas sean. Mi marido me llama desde su cuarto porque tiene una duda.
—¿Qué es hacer la cobra?— pregunta.
—Dícese del gesto ondulante que hace una persona con la cabeza hacia atrás para evitar un beso que no desea.
—Ya. Pues mira qué titular viene hoy en primera (da igual el periódico, fueron todos): “Así se vivió en Podemos la cobra de Bisbal a Chenoa”. Pero… ¿es que nos estamos volviendo todos idiotas?
Le advertí de que no lo dijera muy alto porque conviene aceptar un hecho insoslayable: hace años que la gente dejó de ser gente para convertirse en audiencia, y que la audiencia ha decidido que lo que más público tenga es lo que importa. Por su parte, los políticos, siempre dispuestos a halagar a sus posibles votantes, han asumido que al programa con más audiencia se le bautiza como “cultura popular”, y como es cultura y es popular hay que sumarse a su éxito. Disentir de lo que las masas aplauden, le advertí, es de snobs y elitistas.
Luego está la deriva de la televisión pública. Un ente que, por lo que se ve, sólo entra en la discusión política para controlar las normas que regulan los debates y denunciar el sectarismo de los informativos. El resto, lo que queda fuera de las preocupaciones partidistas, entra en esa cosa amorfa llamada cultura popular. Se habla de quién ha de tener el control, pero lo del modelo a seguir es cosa del pasado. Nadie se pregunta, por ejemplo, por qué en los denostados 80 llegó a haber en TVE hasta 18 programas musicales y ahora todo se reduce a una especie de shows en los que lo emocional de los intérpretes cuenta más que su arte. Como consecuencia, si usted y yo no conocemos los grupos musicales que recorren ahora mismo en su camioneta las carreteras de España es porque la tele pública les ha negado su espacio. Lo que no se ve se convierte en minoritario, y lo minoritario, según esos defensores a ultranza de lo masivo, es elitista.
Que la cultura se considere elitista es algo que escuché por vez primera en los EE UU. Me resultó sorprendente. Los republicanos solían acusar a los candidatos demócratas de ser unos estirados que leían y tenían un discurso cultivado. En mi cabeza, en mi cabeza de entonces, no cabía que a alguien con responsabilidad política se le pudiera acusar de ser culto como si fuera algo que debiera hacerse perdonar. Pero los tiempos, suele ocurrir, me han quitado la razón, y esa tendencia llegó a España. El otro día, Fernando Navarro, periodista musical de este periódico, firmaba un artículo crítico sobre la inevitablemente célebre gala de Operación Triunfo, y en los primeros comentarios a su texto ya venía la consabida réplica, “este tío se ve que no folla”. Y así todo. O sea, que si hay algo masivo que te disgusta o de lo que ni tan siquiera quieres enterarte eres un aburrido, un arrogante y un cursi. Lo guay es sumarse a la masa. No siempre fue así: ocurría que la cultura popular nacía del pueblo e iba conquistando los corazones de la gente, el proceso era de abajo arriba; en cambio, ahora, promovida por las grandes corporaciones, la música es un producto impuesto desde arriba de manera tan avasalladora que acaba colonizando a los que no tienen otro hueso que roer. Al negocio se suman aquellos que de manera condescendiente bautizan lo masivo como cultura del pueblo. De esta forma, justifican la baratura que se ofrece en el espacio público e ignoran sin mala conciencia ese arte verdadero que hunde sus raíces en lo popular o en lo pop.
Suele decir Woody Allen que la música que ilustra sus películas es la que él escuchó de niño en la radio. Para sus oídos infantiles, ni Ella Fitzgerald ni Louis Armstrong eran músicos elevados difíciles de comprender, al contrario, resultaba muy sencillo aprenderse y cantar sus melodías. Tuvo la suerte de haber crecido cuando la música popular que sonaba en la radio al alcance de cualquiera era excelente. También lo fue cuando llegaron otros ritmos en los 60 y en los 70. Y podría ocurrir ese milagro hoy en nuestro país si los medios públicos fueran fieles a su esencia y promocionaran el talento.
Esta semana, la dichosa cobra abrió el telediario de TVE. Esta semana, leí la palabra elitista como insulto tantas veces en los medios españoles que llegué a visualizar la verdadera cultura del pueblo yéndose por el sumidero. También leí que sobre gustos no hay nada escrito, un dicho irritante por la falsedad y pereza que contiene, porque sí hay escrito mucho, empezando por Juan de Mairena cuando defendía aquella “escuela popular de sabiduría superior”.
—¿Qué es hacer la cobra?— pregunta.
—Dícese del gesto ondulante que hace una persona con la cabeza hacia atrás para evitar un beso que no desea.
—Ya. Pues mira qué titular viene hoy en primera (da igual el periódico, fueron todos): “Así se vivió en Podemos la cobra de Bisbal a Chenoa”. Pero… ¿es que nos estamos volviendo todos idiotas?
Le advertí de que no lo dijera muy alto porque conviene aceptar un hecho insoslayable: hace años que la gente dejó de ser gente para convertirse en audiencia, y que la audiencia ha decidido que lo que más público tenga es lo que importa. Por su parte, los políticos, siempre dispuestos a halagar a sus posibles votantes, han asumido que al programa con más audiencia se le bautiza como “cultura popular”, y como es cultura y es popular hay que sumarse a su éxito. Disentir de lo que las masas aplauden, le advertí, es de snobs y elitistas.
Luego está la deriva de la televisión pública. Un ente que, por lo que se ve, sólo entra en la discusión política para controlar las normas que regulan los debates y denunciar el sectarismo de los informativos. El resto, lo que queda fuera de las preocupaciones partidistas, entra en esa cosa amorfa llamada cultura popular. Se habla de quién ha de tener el control, pero lo del modelo a seguir es cosa del pasado. Nadie se pregunta, por ejemplo, por qué en los denostados 80 llegó a haber en TVE hasta 18 programas musicales y ahora todo se reduce a una especie de shows en los que lo emocional de los intérpretes cuenta más que su arte. Como consecuencia, si usted y yo no conocemos los grupos musicales que recorren ahora mismo en su camioneta las carreteras de España es porque la tele pública les ha negado su espacio. Lo que no se ve se convierte en minoritario, y lo minoritario, según esos defensores a ultranza de lo masivo, es elitista.
Que la cultura se considere elitista es algo que escuché por vez primera en los EE UU. Me resultó sorprendente. Los republicanos solían acusar a los candidatos demócratas de ser unos estirados que leían y tenían un discurso cultivado. En mi cabeza, en mi cabeza de entonces, no cabía que a alguien con responsabilidad política se le pudiera acusar de ser culto como si fuera algo que debiera hacerse perdonar. Pero los tiempos, suele ocurrir, me han quitado la razón, y esa tendencia llegó a España. El otro día, Fernando Navarro, periodista musical de este periódico, firmaba un artículo crítico sobre la inevitablemente célebre gala de Operación Triunfo, y en los primeros comentarios a su texto ya venía la consabida réplica, “este tío se ve que no folla”. Y así todo. O sea, que si hay algo masivo que te disgusta o de lo que ni tan siquiera quieres enterarte eres un aburrido, un arrogante y un cursi. Lo guay es sumarse a la masa. No siempre fue así: ocurría que la cultura popular nacía del pueblo e iba conquistando los corazones de la gente, el proceso era de abajo arriba; en cambio, ahora, promovida por las grandes corporaciones, la música es un producto impuesto desde arriba de manera tan avasalladora que acaba colonizando a los que no tienen otro hueso que roer. Al negocio se suman aquellos que de manera condescendiente bautizan lo masivo como cultura del pueblo. De esta forma, justifican la baratura que se ofrece en el espacio público e ignoran sin mala conciencia ese arte verdadero que hunde sus raíces en lo popular o en lo pop.
Suele decir Woody Allen que la música que ilustra sus películas es la que él escuchó de niño en la radio. Para sus oídos infantiles, ni Ella Fitzgerald ni Louis Armstrong eran músicos elevados difíciles de comprender, al contrario, resultaba muy sencillo aprenderse y cantar sus melodías. Tuvo la suerte de haber crecido cuando la música popular que sonaba en la radio al alcance de cualquiera era excelente. También lo fue cuando llegaron otros ritmos en los 60 y en los 70. Y podría ocurrir ese milagro hoy en nuestro país si los medios públicos fueran fieles a su esencia y promocionaran el talento.
Esta semana, la dichosa cobra abrió el telediario de TVE. Esta semana, leí la palabra elitista como insulto tantas veces en los medios españoles que llegué a visualizar la verdadera cultura del pueblo yéndose por el sumidero. También leí que sobre gustos no hay nada escrito, un dicho irritante por la falsedad y pereza que contiene, porque sí hay escrito mucho, empezando por Juan de Mairena cuando defendía aquella “escuela popular de sabiduría superior”.
Elvira Lindo
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