La Málaga universal, pictórica, cultural y un tanto borracha de todo eso anda revuelta por la invasión de Invader. Invader mezcla el píxel con lo naif y lleva detrás una corte de seguidores votivos y votantes que califican las obras de este creador como quien juega en bolsa. Mientras, él, además de mezclar el pixelado y un concepto naif o pos naif o como lo quieran bautizar, mezcla la transgresión con la oficialidad del mismo modo que lo hacen otros tantos compañeros suyos denominados artistas callejeros pero que de callejeros tienen bastante poco. La sociedad tiene un gran estómago y es capaz de digerir los movimientos más rompedores. En todos los sentidos. En lo artístico, en lo literario y en lo político. El 15-M nacido de la calle y de la indignación más clara acaba en el Parlamento disfrazando una política casi antediluviana con pedorretas, exabruptos y poses que sirven de trampantojo progresista y sólo pueden despistar a los más ingenuos y engañar a los más voluntariosos y bienintencionados.
Y del mismo modo que en la prehistoria la sociedad engulló y digirió a los cubistas o a los dadaístas o convirtió en hilo musical de la sala de los dentistas a los en su momento revolucionarios Beatles o Rolling Stones, ha asimilado a los artistas callejeros y los ha convertido en un producto comercial que juega a no ser producto comercial. Una oficialidad travestida de rebeldía. Una rebeldía pactada, ahormada en los despachos, y detrás de la cual hay un flagrante negocio. Los protagonistas juegan al malditismo. No se dejan ver. Llevan máscaras como el Zorro y se cuelgan en la noche de altos edificios. El amparo de los héroes del tebeo. Una chiquillería intelectual donde la ocurrencia somete a la profundidad y se impone más por el aura que se le otorga que por la esencia de su creación.
Y en esa mezcla de malditismo y oficialidad Invader ha venido a Málaga y ha colocado en el Palacio Episcopal una gitanilla. Haciendo caja con la polémica. La estética de la gitanilla es más que dudosa. El daño que pueda ocasionar al edificio también lo es. La investigación policial del hecho, estando el zarandeado CAC detrás, se ajusta al matiz naif del asunto. La cosa puede ser todo lo caricaturesca que se quiera y puede hacerse la sátira que a cada uno se le antoje pero hay una cuestión insoslayable detrás de todo eso. La propiedad privada. Y el derecho de cada vecino a decorar su casa del modo que se le antoje de acuerdo con las normas básicas de urbanismo. No se trata de que este artista haya topado con la Iglesia. Con lo que ha topado es con un derecho elemental. Y por muchos seguidores que tenga y por muchos euros que sus mosaicos valgan no es dueño de las calles. El Ayuntamiento se encuentra ante una paradoja que él mismo ha creado. Con una contradicción que lo deja con un pie dentro de las reglas y otro fuera. Una vez más.
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