Resulta muy difícil no estar de acuerdo con las reivindicaciones de la huelga feminista del 8 de marzo: avanzar en la igualdad real entre hombres y mujeres; eliminar la brecha salarial que persiste entre unos y otras -atacando todas sus causas; no sólo la diferencia retributiva pura y dura, sino además el menor acceso de la mujer a los puestos directivos y al contrato indefinido y a tiempo completo, y la mayor dificultad que los hábitos sociales arraigados le imponen para la conciliación familiar y laboral-; y erradicar toda especie de discriminación y abuso hacia la mujer. Son causas justas y que se imponen por razones evidentes de ética comunitaria y de respeto a la dignidad individual de las personas de sexo femenino, que entre otras cosas representan más de la mitad de la población.
Pero más allá de razones éticas y de justicia, avanzar en estas cuestiones es una exigencia del sentido común y de la racionalidad a la hora de organizar una sociedad, sobre todo si se quiere realizar todo su potencial. La Historia, por un lado, y el panorama internacional, por otro, atestiguan que cuanta más igualdad efectiva entre hombres y mujeres procura una comunidad, no sólo es más justa y proporciona una existencia más satisfactoria a todos sus miembros, sino que es además mucho más próspera. Y viceversa: las sociedades en las que se posterga o incluso se ningunea a la mujer suman a la injusticia y el maltrato a la mitad de sus habitantes el atraso y la pobreza, en cuyo círculo tienden a quedar atrapadas. No debería sorprenderles ese resultado: a fin de cuentas renuncian a la mitad de su capital humano, una desventaja competitiva atroz.
Por todo esto, se entiende que muchas mujeres vayan a la huelga el día 8 de marzo: tanto si son asalariadas como profesionales, amas de casa, funcionarias, políticas o estudiantes. Y se entiende, y esto nos interpela a los varones, que se plantee que ese día suplamos los hombres, en la medida de nuestras capacidades y habilidades, el hueco que ellas van a dejar en reivindicación de sus justos derechos. Alguno se ofende por esta idea, pero quizá sea una oportunidad para valorar mejor la aportación femenina a la sociedad, y también para que su fracción masculina espabile en algunos ámbitos.
Lo que ya no es de recibo es conminar a las mujeres a adherirse a la reivindicación, como si fuera un deber que no les cabe rehuir, so pena de pasar por traidoras a su sexo o tibias con la causa femenina. En primer lugar, porque hay mujeres que discrepan del sesgo ideológico de quienes han convocado la huelga. Y en segundo lugar, y más importante, porque cada mujer valorará por sí misma si ha de parar o no de trabajar, de estudiar, de atender a los suyos o su negocio. Mal iríamos con una igualdad construida a costa de la libertad.
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