Mi primo mandó a sus hijos a la enseñanza pública, no les bautizó hasta que tuvieron uso de razón y no pisaba una iglesia ni para los funerales de sus mejores amigos. Pero hubiera puesto una vela a Santa Rita, patrona de lo imposible, el pasado 28 de abril cuando las cuentas daban más o menos para que en este país pudiera existir un gobierno del PSOE que estuviera más a la izquierda del PSOE
Mi primo, el pobre, siempre creyó en la unidad de la izquierda. Como fue de los pocos que formaron filas en la resistencia contra la dictadura de este país, mantenía el sueño ilusorio del frentepopulismo, sin reparar en que el eslogan preferido de la progresía no era el de "proletarios del mundo, uníos", sino el de "cuerpo a tierra, que vienen los nuestros".
El era, disculpadle, muy de Quilapayún, con el alma llena de banderas y aquel cantable italiano, Bella Ciao, que ahora se ha hecho popular con una estupenda serie, La casa de papel, que hoy más bien propaga la utopía neoliberal de toma el dinero y corre. El era más -tened compasión por su alma- de aquello de "el pueblo unido jamás será vencido".
Cuando Franco la diñó y justo entonces empezaron a aflorar antifranquistas, él lo vio claro. Se hizo monocelular: esto es, se quedó sólo en la célula del PCE que había aguantado caídas, redadas y palizas de los Guerrilleros de Cristo Rey, porque el resto de la peña decidió unificar a la izquierda yéndose por voluntad propia al PSOE.
Mantuvo sus ideas contra viento y corriente, eso sí: "Soy tan conservador que ya no puedo cambiarlas", sigue bromeando aunque ya casi nadie le pille el chiste a tiempo. Del Partido se marchó con Santiago Carrillo, pero él no se apuntó al viaje hacia la Casa Común de la Izquierda porque no creía que hacerlo fuera muy de izquierdas cuando el marxismo se hacía socialdemócrata y el centralismo democrático caía sepultado por el muro de Berlín.
A mi primo, que tenía una cierta relevancia cultural en la ciudad de provincias donde acaba de jubilarse tardíamente, le pedían de vez en cuando que firmara manifiestos a favor de unos o de otros. Contra esto y aquello, prefería él, como lector de Miguel de Unamuno. Pero firmaba: a favor de socialistas, de izquierdistas unidos, de podemitas e incluso –en el pecado llevaba la penitencia—de los andalucistas. Cada vez que su nombre aparecía en aquellas listas inútiles e interminables, la parte contratante de la segunda parte le llamaba traidor. Lo sigue haciendo: claro que él estaba ya acostumbrado a esa mentalidad de la España del balompié en la que nadie puede cambiar de equipo de fútbol una vez que, de adolescente casi siempre, declare públicamente sus preferencias. Estaba convencido de que los españoles, salvo que fueran cargos dirigentes, hooligans o militantes a porfía, eran en el fondo como él, tránsfugas de Luis Eduardo Aute, de quienes piensan que el pensamiento no puede tomar asiento, que el pensamiento es estar siempre de paso. Y el voto, también.
En cierta medida, la unidad de la izquierda que él buscaba la iba encontrando en ese cambio de voto que se hacía absolutamente esquizofrénico en las papeletas del Senado, con más cruces que en el cementerio de los marines norteamericanos que sale siempre en las películas de espías o de guerra.
Ahora, como casi todos los de su edad, se siente huérfano. Y no es porque les falten su padre y su madre, que también, sino porque le falta quien adopte sus viejos ideales, más bien apolillados, con olor a humedad, y la sangre roja de los héroes del pasado se muestra más bien desvaída, demodé, vintage.
Mandó a sus hijos a la enseñanza pública, no les bautizó hasta que tuvieron uso de razón y no pisaba una iglesia ni para los funerales de sus mejores amigos. Pero hubiera puesto una vela a Santa Rita, patrona de lo imposible, el pasado 28 de abril cuando las cuentas daban más o menos para que en este país pudiera existir un gobierno del PSOE que estuviera más a la izquierda del PSOE.
Meses más tarde, harto de reuniones de paripé, de quiero y no puedo, declaraciones en los medios de comunicación y en las redes sociales, de sobras de soberbia y faltas de sentido de Estado, lo está pasando peor que en el último partido de Rafa Nadal. A estas alturas, ya está convencido de que se le está pasando el arroz y que no verá nunca cumplidos los sueños de juventud, aquel viejo antojo libertario que le llevó alguna vez a pensar en la reforma agraria, en que los cómplices de la dictadura se sentarían en los banquillos de los acusados como ocurrió en media Europa, o en que el rescate de los bancos no lo pagarían los expoliados por el sistema bancario. Se muerde la lengua porque su hija suele espetarle: "Papá, ya basta de tonterías del pasado". Lo mismo da que hable de las películas de Hollywood o de Comisiones Obreras.
Ahora me he fijado en su cara cada vez que ve los telediarios. Empieza a mirar a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias como sigue mirando a Pablo Casado y a Albert Rivera: "Cuando lleguen los míos", repite mucho últimamente. "¿Y quienes son los tuyos?", le inquirí hace unos días: "No lo sé, primo, pero estos no". Entonces me enseñó un twitter que le había hecho mucha gracia: "Como convoquen nuevas elecciones, va a votarles su puñetera madre… y yo".
Estoy seguro de que mi primo votará de nuevo, por no perder la costumbre. Lo que ignoro es a quien. Y, en el fondo, ¿qué quieren que les diga?, después del espectáculo de los últimos meses, tampoco me importa demasiado.
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